Hace más de treinta años
Friederic Von Hayek escribía La Fatal Arrogancia. Allí criticaba a la razón por
su incapacidad para diseñar un sistema ético que permita la convivencia, siendo
para él el socialismo el sistema que ejemplificaba dicha pretensión. Dos años
antes de esa publicación se había producido el colapso de la planta nuclear de
Chernobyl, y pocos años después el de la Unión Soviética, sepultada por sus
propias mentiras.
Hoy nos sorprende una crisis de
escala mundial producida por la pandemia del coronavirus. Sobran las muestras
de norte a sur y de este a oeste de los errores de los gobiernos para contener
el fenómeno. Empezando por el ocultamiento de los contagios en Wuhan y
finalizando con aglomeraciones en Argentina de grupos de ancianos e indigentes para
cobrar unos magros ingresos para sobrevivir, luego de quince días de una dura
cuarentena impuesta por el gobierno.
Sería injusto culpar de tales
desaguisados a los hombres que circunstancialmente ocupan los cargos más altos
de cada administración. ¿Acaso podríamos asegurar que otros no hubiesen
cometido los mismos o parecidos errores? ¿Había forma de que no los cometan?
¿Podríamos esperar que aparatos políticos comandados por demagogos tuvieran la
humildad de reconocer que no tenían capacidad para enfrentar este problema?
Tampoco los científicos han atinado
en respuestas eficaces, cada uno refugiado en la torre de marfil de su
especialidad, se han limitado a explicar el fenómeno y a balbucear cuando les
son requeridos consejos para enfrentar a los múltiples desafíos a los que nos
enfrenta la pandemia.
No es exclusividad de los
políticos la fatal arrogancia.
Casi sin excepción se han
excusado por su incompetencia diciendo que la pandemia se trata de un Cisne
Negro, autoincriminándose por no haber leído más que la tapa del libro de
Nicholas Taleb, ya que si lo hubieran hecho habrían aprendido que los cisnes
negros son criados en el enorme territorio que queda fuera de lo que cada uno
cree que es posible, como si la realidad pudiera caber en nuestras limitadas
mentes.
La fatal arrogancia tiene su
contracara en una sociedad adormecida, que ha delegado la toma de decisiones
cruciales para su vida en los demás y se enfrenta atónita al desengaño.
Paralizada por la angustia de la ocasión, no atina a otra cosa que a obedecer
irreflexivamente órdenes, porque de esa manera tendrá a quién responsabilizar
por el fracaso.
Luego de muchos días de estar
sentados contando muertos por el mundo mirando la televisión como si se tratara
del medallero de los juegos olímpicos, algunos han comenzado a preocuparse
porque su heladera se está vaciando, lo que ya sucedía desde el primer día de
la cuarentena en amplios sectores de la población, esos que ni siquiera tienen
casa donde quedarse.
Se cree que lo mejor que uno
puede hacer es reenviar memes por whatsapp y esperar que el virus se torne
inofensivo o que alguien se apure en inventar una vacuna. Mientras se alivian aplaudiendo un rato al día a los soldados que
se supone que salen a combatir a un enemigo invisible, una no muy razonable
forma de conjurar el peligro.
Ahora el mundo entero se
encuentra en un brete porque no encuentra la manera de salir en el laberinto en
el que se ha metido, porque siempre es más fácil equivocarse en manada que
tener razón en soledad, una lección que suelen darnos los que se dedican a las
finanzas.
Nadie sabe cuándo volverán los
días normales, ni siquiera si algún día volverán. Recién ahora nos empezamos a
dar cuenta que la única razón para haber dislocado nuestras vidas fue evitar
que se vean sobrepasados los servicios sanitarios. Ahora está todo dislocado.
Sería muy inconveniente esperar
que nos saquen del problema quienes nos han metido en él.
Hay algo peor que la fatal
arrogancia. Es la Fatal Displicencia de haber puesto el destino de nuestra
propia vida en los designios de los demás. El virus vino a recordarnos que el
mundo no es un lugar seguro. No sabemos qué hacer para resolver el problema,
pero tenemos que empezar a intentarlo.
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