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domingo, 5 de abril de 2020

La Fatal Displicencia


Hace más de treinta años Friederic Von Hayek escribía La Fatal Arrogancia. Allí criticaba a la razón por su incapacidad para diseñar un sistema ético que permita la convivencia, siendo para él el socialismo el sistema que ejemplificaba dicha pretensión. Dos años antes de esa publicación se había producido el colapso de la planta nuclear de Chernobyl, y pocos años después el de la Unión Soviética, sepultada por sus propias mentiras.
Hoy nos sorprende una crisis de escala mundial producida por la pandemia del coronavirus. Sobran las muestras de norte a sur y de este a oeste de los errores de los gobiernos para contener el fenómeno. Empezando por el ocultamiento de los contagios en Wuhan y finalizando con aglomeraciones en Argentina de grupos de ancianos e indigentes para cobrar unos magros ingresos para sobrevivir, luego de quince días de una dura cuarentena impuesta por el gobierno.
Sería injusto culpar de tales desaguisados a los hombres que circunstancialmente ocupan los cargos más altos de cada administración. ¿Acaso podríamos asegurar que otros no hubiesen cometido los mismos o parecidos errores? ¿Había forma de que no los cometan? ¿Podríamos esperar que aparatos políticos comandados por demagogos tuvieran la humildad de reconocer que no tenían capacidad para enfrentar este problema?
Tampoco los científicos han atinado en respuestas eficaces, cada uno refugiado en la torre de marfil de su especialidad, se han limitado a explicar el fenómeno y a balbucear cuando les son requeridos consejos para enfrentar a los múltiples desafíos a los que nos enfrenta la pandemia.
No es exclusividad de los políticos la fatal arrogancia.
Casi sin excepción se han excusado por su incompetencia diciendo que la pandemia se trata de un Cisne Negro, autoincriminándose por no haber leído más que la tapa del libro de Nicholas Taleb, ya que si lo hubieran hecho habrían aprendido que los cisnes negros son criados en el enorme territorio que queda fuera de lo que cada uno cree que es posible, como si la realidad pudiera caber en nuestras limitadas mentes.
La fatal arrogancia tiene su contracara en una sociedad adormecida, que ha delegado la toma de decisiones cruciales para su vida en los demás y se enfrenta atónita al desengaño. Paralizada por la angustia de la ocasión, no atina a otra cosa que a obedecer irreflexivamente órdenes, porque de esa manera tendrá a quién responsabilizar por el fracaso.
Luego de muchos días de estar sentados contando muertos por el mundo mirando la televisión como si se tratara del medallero de los juegos olímpicos, algunos han comenzado a preocuparse porque su heladera se está vaciando, lo que ya sucedía desde el primer día de la cuarentena en amplios sectores de la población, esos que ni siquiera tienen casa donde quedarse.
Se cree que lo mejor que uno puede hacer es reenviar memes por whatsapp y esperar que el virus se torne inofensivo o que alguien se apure en inventar una vacuna. Mientras se alivian  aplaudiendo un rato al día a los soldados que se supone que salen a combatir a un enemigo invisible, una no muy razonable forma de conjurar el peligro.
Ahora el mundo entero se encuentra en un brete porque no encuentra la manera de salir en el laberinto en el que se ha metido, porque siempre es más fácil equivocarse en manada que tener razón en soledad, una lección que suelen darnos los que se dedican a las finanzas.
Nadie sabe cuándo volverán los días normales, ni siquiera si algún día volverán. Recién ahora nos empezamos a dar cuenta que la única razón para haber dislocado nuestras vidas fue evitar que se vean sobrepasados los servicios sanitarios. Ahora está todo dislocado.
Sería muy inconveniente esperar que nos saquen del problema quienes nos han metido en él.
Hay algo peor que la fatal arrogancia. Es la Fatal Displicencia de haber puesto el destino de nuestra propia vida en los designios de los demás. El virus vino a recordarnos que el mundo no es un lugar seguro. No sabemos qué hacer para resolver el problema, pero tenemos que empezar a intentarlo.

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