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domingo, 26 de agosto de 2018

Hay que atender a los pobres


¿Cuántas veces lo hemos escuchado? ¿cuántas veces lo hemos dicho o pensado?

En los países de cultura judeo cristiana es parte del sentido común el instinto moral de la preocupación por los desfavorecidos. Nos aterra la pobreza, quizás porque sus imágenes evocan nuestros miedos ancestrales, cuando los humanos recorrían las praderas buscando cobijo y sustento diario, cuando la vida podía irse en un abrir y cerrar de ojos.

Tales son estos miedos que logran nublar nuestra razón y nuestros sentidos como para no permitirnos advertir las bondades del mundo en la época que nos ha tocado vivir.

A pesar de hay más seres humanos en la Tierra que nunca, en la actualidad sólo una mínima porción lucha a diario por algo para comer, la mayoría de nosotros vamos a vivir mucho más tiempo que nuestros antepasados más cercanos y gozamos de un bienestar y de un confort que nos permiten pensar en mañanas mucho más distantes que los próximos días, meses o años.

Es necesario pensar en este contexto para entender qué estamos diciendo o haciendo cuando decimos que hay que atender a los pobres.


¿Qué es un pobre?

Evitaré la alusión a todo el discurso progresista, con todos su coeficientes sobre la desigualdad porque ellos están abocados a demostrar que hay pobres hasta en Liechtenstein por culpa de que unos tienen lo que a los otros les falta. De modo que no voy a ocuparme de la pobreza relativa. Queda eso para otro momento o para nunca, porque está lleno de libros y artículos que desmontan tales pensamientos.
Me interesa plantear algunas cuestiones sobre la pobreza absoluta, esto es, la falta de alimentos suficientes para sobrevivir y la falta de cobijo necesario para no morir de frío. Quien no tenga esas carencias no es pobre en términos absolutos.

Hay algunas personas, en unas sociedades más que en otras, que viven en pobreza absoluta. Los niños y los viejos son los más indefensos porque no tienen las herramientas para salir de esta situación, por eso su familia tiene que protegerlos.

Muy pocas personas están en situación de pobreza absoluta, ya que nuestras sociedades producen fácilmente alimentos y abrigo. Y los que son pobres no tienen más que acercarse a las ciudades para recoger lo que los no pobres desechan, y así logran sobrevivir.

Si esta situación satisface o no nuestras conciencias es otro problema. Y aquí viene el problema.
Puede que a algunos les moleste que en el lugar donde vive haya gente mendigando en las esquinas o haciendo malabares en los semáforos para comer ese día, y haya otros que pueden convivir con eso. Los primeros dirán que a esa gente le faltan muchas cosas -comparado con lo que ellos mismos tienen, porque rara vez se acercan a los otros para consultarlos sobres sus carencias- y los otros ni siquiera se preocupan por eso. De modo que el problema queda para aquellos que se preocupan.
Dentro de este grupo hay quienes brindan una ayuda circunstancial, una propina por dejar que le limpien el parabrisas, o una limosna o esporádica donación, recibiendo a cambio una discreta satisfacción por cumplir una pequeña parte del deber cotidiano.
Otros quieren asumir un compromiso aún mayor y transformar la ayuda en permanente. Y aquí se encuentran con dos problemas: por un lado deben obtener diariamente los recursos, que tienden a ser cada vez más cuantiosos cuanto más eficaz es su tarea y, por el otro, los que reciben la dádiva se tornan cada vez más perezosos para buscar los medios de autosustentación.

La ayuda presenta dos problemas, digamos uno sincrónico y otro diacrónico. Una vez resueltas unas necesidades de orden más urgente (alimento y abrigo) surgen inmediatamente otras (salud y educación, por ejemplo). Cuando estas necesidades de segundo orden se inscriben también en el registro de la pobreza son muchos más los pobres que aparecen, los que habían resuelto un problema pero no el otro.

Hay un punto en el que el grupo de "atendedores" se bifurca. Unos siguen el camino de conseguir recursos mediante apoyos voluntarios y otros buscan conseguirlos mediante medios coercitivos y buscan el apoyo del estado, el Ogro Benevolente, para algunos "ogro" porque obtiene lo que quiere quitándoselo a los que producen y para algunos "benevolente" porque reciben la dádiva sin dar nada a cambio.

La ayuda voluntaria es limitada, pues las necesidades son infinitas y es complicado mantener una ayuda duradera.

La ayuda coercitiva, a su vez, requiere de mejores argumentos que el garrote, pues nadie lo soporta por demasiado tiempo.

Es en este momento donde se cambian los argumentos y la ayuda, para quien la da, deja de ser una alternativa voluntaria para convertirse en una obligación, y para quien la recibe deja de ser una posibilidad transitoria para transformarse en un derecho garantizado por el estado.

Con este nuevo derecho social una parte cada vez mayor de la sociedad se convierte en acreedora de la otra. El estado se convierte, en el mejor de los casos, en un árbitro burocrático donde indiferentes y anónimos funcionarios ofician a diario de agentes de distribución de la riqueza producida por el trabajo ajeno y, en el peor de los casos, en una banda de gángsters extorsionadores que antes que distribuir la riqueza surgida del atraco toman primero para sí la tajada más grande, como para hacerle saber a todos los demás que nada podrán hacer sin ellos.

Como en un enorme y eterno baile de disfraces, el resto de la sociedad intercambia permanentemente sus roles. Casi todos somos aportantes al fisco en alguna proporción, como también beneficiarios de la dádiva. Es tal la maraña de subsidios cruzados que es prácticamente imposible saber para cada uno si es un contribuyente o un beneficiario neto. Además, es una tarea inútil intentar descubrirlo porque es poco lo que se puede hacer para cambiar la situación. Así que lo más práctico es intentar apropiarse de algún privilegio seduciendo al funcionario de turno de modo más o menos amable según sea el caso y las armas con las que se cuente.

Sindicalistas, magnates de la obra pública, banqueros, financistas, piqueteros, artistas de variedades, docentes, científicos, empleados públicos, jubilados, médicos, estudiantes, empresarios del transporte, etc. etc. presionan por pedazos del presupuesto para satisfacer sin límites las necesidades que a ellos le parecen justas, porque todos entienden que pocos bien organizados consiguen saquear a muchos desorganizados, muchas veces sin que se note e inclusive haciendo que acepten el saqueo. Los políticos miran obsesivamente las encuestas de opinión para saber a quienes favorecer para conseguir más votos. Los que ponen el dinero son cada vez menos así que para conformarlos a todos se imprimen más billetes sin pensar en la inflación o se toma más deuda sin saber cómo pagarla. El Ogro Benevolente de tan benevolente se torna cada vez más ogro. 

Y al final de toda esta historia, los pobres absolutos son cada vez más.