Una imagen nos hiela la sangre y
nos hace correr un sudor frío por la espalda, la de la falta de camas para
recibir pacientes enfermos de Covid-19 (sí, 19. Nos dio un año y medio para
encontrar alternativas para enfrentarla). Y esa es la imagen que estamos a
punto de ver en Buenos Aires y alrededores, el AMBA, como se lo llama ahora,
cuando conviene meter todo en la misma bolsa. Imagen que puede comenzar aquí y
expandirse al resto del país.
Recordemos que el plan adoptado
para hacer frente a la pandemia, con la regencia de la OMS y los gobiernos, ha
constado, básicamente de tres etapas:
1- Contención, que consiste en el cierre de fronteras, internacionales
e internas, para intentar que el virus no penetrara, algo así como tapar el sol
con la mano. Conocemos los resultados de esta etapa.
2- Mitigación, representada por el famoso "aplanar la
curva", es decir, una vez que el virus está entre nosotros, no hagamos
ruido para que no nos vea y se vaya. Y se decidió aplanar la curva a
martillazos, con confinamientos masivos, prolongados sin solución de
continuidad, con todo el sufrimiento que tal medida produce y con todas las
limitaciones que tiene porque en algún momento la población cambia su
valoración respecto de si lo que le sirve es morirse de hambre antes que
contagiarse. No ahondaré en las siniestras herramientas comunicacionales que se
han utilizado para justificar el encierro, porque ya están en otras entradas de
este blog. Lo peor de todo es que, además de estos problemas, los
confinamientos no detienen los contagios.
Todo este enorme sacrificio se
pidió para ganar tiempo para "preparar al sistema de salud", lo que
se ha hecho poco, tarde y mal, porque la principal estrategia para controlar la
enfermedad ha sido esperar por las vacunas, y esa es la tercera etapa del plan.
3- Vacunación. Si se lograba aplanar la curva el tiempo suficiente
llegaría el elixir de la vida contenido en una jeringa. Por ahora, este
instrumento muestra ser el más exitoso, a pesar de que aún no se conoce por
cuánto tiempo ofrece inmunidad, qué tan tóxico puede ser o qué tan rápido puede
llegar a aplicarse en toda la población para que la enfermedad termine
convertida en un triste recuerdo.
Este fue el plan A. A de
Arrogancia. El maridaje ideal entre soberbia e ignorancia.
Arrogancia por creer que la
pandemia podía ser utilizada para apuntalar liderazgos políticos.
Arrogancia por creer que
organizar una defensa contra una pandemia era trabajo de un puñado de
infectólogos.
Arrogancia por creer que alguien
puede determinar quién es esencial en una sociedad.
Arrogancia por menospreciar a
cualquier disidente que se atreviera a contradecir la voz oficial.
El plan A nos ha dejado exhaustos
económica y emocionalmente, sin recursos ni para mitigar ni para vacunar a
tiempo (ni vale la pena discutir el escándalo del Vacunatorio Vip ni las dosis
"rebajadas" de vacuna que recibimos porque nunca llegarán a tiempo
las segundas dosis recomendadas).
El plan A está muerto. Ahora
vendrá la etapa de intentar por todos los medios ver el vaso medio lleno del
plan, de echarle la culpa a las víctimas y de que algunos traten de treparse al
último bote para evitar el naufragio hacia el que nos condujeron.
El fracaso no es solo de la
conducción política, pero ella es la principal responsable por haber
encorsetado a la sociedad.
La pregunta es ¿Había alternativas?
Sí, siempre las hay. Y si no la vemos es porque no queremos, no podemos o no
sabemos verla. Para encontrarlas hay que buscar la llave en otros lugares que
no sean debajo de la luz del farol y con toda humildad dejar que los demás se
expresen.
Así funciona la evolución, con
millones de experiencias individuales y con mejoras incrementales. Las
probabilidades de éxito se concentran en dos principios: 1- hacer muchas
pruebas de diversas ideas. 2-intentar hacer el menor daño posible mientras se
testea.
A nadie medianamente cuerdo se le
podía ocurrir que contendría la pandemia aislando sus fronteras, aunque algunos
países insulares lo han hecho. Para ser contemplativos, digamos que ha sido una
primera medida para ir preparando otras.
Lo imperdonable es que se haya
confiado en el confinamiento prolongado como estrategia para enfrentar la enfermedad.
Era imposible no darse cuenta de que ni es posible disciplinar a la sociedad
para cumplir con lo inaceptable ni que tampoco se puede pasar mucho tiempo sin
producir lo que se necesita para sobrevivir.
Los humanos aprendimos, desde que
tenemos lenguaje, a vivir enfrentando la incertidumbre. Por eso construimos
sólidas viviendas en lugar de frágiles refugios, valoramos el ahorro,
instituimos el noviazgo, creamos los seguros, mantenemos stocks de provisiones
o insumos, etc.
Hasta los sistemas mejor diseñados
pueden fallar en tiempos extraordinarios. Para eso utilizamos sistemas
redundantes. Hacemos back ups del disco de nuestra computadora o guardamos la
información en la nube, o tenemos generadores eléctricos para alimentar
respiradores en las salas de cuidados intensivos. Aun así, ninguna industria
tiene capacidad ociosa para ser usada
solo en situaciones extraordinarias.
¿Por qué a nadie se le ocurrió
crear redundancia en el precario sistema de salud con el que contábamos?
Podíamos ponernos a fabricar más
respiradores, podíamos improvisar unidades de cuidados intensivos en
habitaciones comunes, podíamos utilizar la capacidad hotelera para aumentar la
disponibilidad de camas que no requieran alta complejidad, podíamos mejorar los
sistemas de triage para responder antes a los casos más severos, podíamos
instruir a médicos de especialidades que no pudieron ejercer por las
restricciones impuestas para que
atendieran en unidades de cuidados críticos, y hacer lo mismo con las
enfermeras y los voluntarios que pudieran reclutarse en las facultades de
medicina. Eso solamente en el sistema de salud.
Pero también podíamos trabajar en
mejorar los desplazamientos para evitar las aglomeraciones. Acordando trabajar
día por medio en forma presencial, por ejemplo, todos aquellos que necesitaran
hacerlo porque no pueden trabajar a distancia.
Además de no habérsele ocurrido a
nadie (aunque tal vez alguien lo haya propuesto y no me enteré) todo esto no
podía hacerse sin la ingeniería adecuada.
Poco puede hacer la sociedad si
además de confinarla se le atan las manos.
La primera condición para
lograrlo era permitir a la gente desplegar todos sus recursos creativos y
liberar las trabas económicas.
Con algunos cuidados y evitando
aglomeraciones todos podían trabajar para generar el capital necesario para
producir lo que hacía falta.
El ahorro estacionado en los
bancos y esterilizado por el gobierno para evitar el tsunami que generó por la
emisión podía prestarse a los que necesitaran capital para producir.
Prepagas y obras sociales, con la
sociedad trabajando, podrían recaudar más dinero para destinarlo a mejorar las
remuneraciones del personal de salud que los incentivara a realizar las nuevas
tareas para los que se los requería. Algo menos emotivo pero más útil que los
aplausos.
Un claro ejemplo de esa respuesta
es la producción de barbijos. Nunca escasearon. Sobran los de todas las formas
y colores, y a precios bajos. Sin controlar su producción ni su precio.
Se podían liberar precios y
relajar las normas de contratos de trabajo para incentivar a la creación de
empresas y empleos que apoyen tanto a las actividades directas relacionadas con
la salud como a las indirectas. En cambio, se congeló todo y se intentó
inmovilizar a la sociedad dando a cambio una limosna como escaso paliativo.
El mundo tampoco se comporta
demasiado mejor. No se liberan las patentes de las vacunas para poder
producirlas más rápidamente. Tampoco se incentiva la investigación en
tratamientos para los que ya se enfermaron. Habrá que revisar el concepto de la
protección a las patentes, del que gozan los laboratorios. Si eso se aplicara a
la industria automotriz aun andaríamos en caros Ford T.
Para enfrentar esta situación
extraordinaria hacían falta más herramientas que el martillo, que es la
preferida del estado. Había que abrir la caja y buscar las más útiles.
Además de los infectólogos, que
debían ocuparse de lo que saben, que es diagnosticar y curar las enfermedades
infecciosas, debían haberse sumado ingenieros, psicólogos, estadísticos,
comunicadores, economistas, expertos en finanzas, filósofos, entre otros, a los
paneles de asesores.
Tenían que descentralizarse las
decisiones para poder actuar rápidamente en cada lugar, de acuerdo a cada
necesidad en particular.
Los estados nacionales y
provinciales podían centralizar y distribuir los datos sobre contagios,
capacidad de camas y otros recursos para servir de brújula a quienes tienen que
emprender para crear los bienes y servicios necesarios. Los estados municipales
podían ocuparse de ordenar la ciruculación, cuidando de la seguridad y
asistiendo a los más necesitados.
Seguramente pueden haber muchas
más ideas que estas pocas, pero deben tener el canal para expresarse y la
libertad para actuar.
¿Estamos a tiempo de hacer un
cambio tan radical o seguiremos usando nada más que el martillo?