Luego de su triunfo en las legislativas de 2013, la doctora Fernández de
Kirchner ha logrado que su parlamento apruebe por mayoría la reforma a
la constitución nacional, permitiéndole la reelección indefinidamente,
noticia que el 51% del pueblo ha recibido con emoción y con la esperanza
de que nunca en el futuro nadie le podrá quitar lo obtenido.
En los dos últimos años ha planificado todo cuidadosamente.
Luego de su indudable triunfo en las elecciones presidenciales de 2015
se ejecutarán las medidas que llevarán al pueblo argentino a disfrutar
de la democracia más plena.
Serán inmediatamente removidos los últimos obstáculos de la democracia burguesa que han impedido la felicidad de su pueblo.
La justicia será formada por tribunales populares que reflejarán los
resultados de las urnas. Nunca más habrá fallos en contra de los
intereses del pueblo (que se forma por la mayoría y que la líder
interpreta en forma inexorable).
La mal llamada prensa independiente
será un recuerdo del pasado, ya no será financiada por buitres externos
ni internos. Sólo quedará la prensa que defienda los intereses del
pueblo, que no son otros que los de su líder, pues son la misma cosa.
Se cerrará la importación de cualquier bien extranjero pues es el trabajo nacional el que hará la grandeza de esta nación.
Para conseguir los bienes que aún no se fabrican en el país, se
expropiarán los granos y la tierra a los oligarcas, pues nada es
superior al interés del pueblo.
El comercio exterior será
administrado por la secretaría creada para tal fin, siendo el estado el
único habilitado para ejercer esta actividad.
Se invitará a todos
los particulares a que cambien sus dólares o su oro por pesos, ya que el
interés nacional sólo admite el uso de una moneda propia. Se detendrá a
quien sea descubierto con moneda extranjera luego del periodo habiltado
para el canje.
El comercio ilegal de moneda será considerado traición a la patria.
El Banco Central financiará las necesidades del tesoro nacional y su único objetivo será mantener el pleno empleo.
Estárá prohibida la publicación de cualquier estadística por parte de
entes privados, pues sus resultados terjiversan la realidad y no tienen
la capacidad técnica que tiene el estado para elaborar esta sensible
información.
Los precios de las mercaderías serán regulados por la
secretaría de comercio interior, bajo estrictos criterios de justicia
social.
Cualquier comerciante que acopie o comercie en forma ilegal será juzgado por traición a la patria.
Si hubiera bienes o servicios que no se produzcan en el país, el estado
nacional acordará con naciones amigas su provisión o producción,
reservándose las condiciones de estas estratégicas negociaciones, que
por razones de política internacional deberán permanecer en secreto.
Los salarios subiran hasta alcanzar el deseado "0" en el índice de
Gini. Se hará realidad el principio de "de cada quien según su capacidad
a cada quien según su necesidad".
Si algún empresario dejara de
producir bajo el argumento de que su negocio no es rentable, deberá
entregar la empresa a los trabajadores, pues el trabajo constituye un
bien social y no podrá regirse por las reglas de la economía de mercado.
Los impuestos serán regulados y recaudados por el gobierno nacional que
repartirá a las provincias de acuedro a criterios de equidad que
oportunamente se establezcan.
El estado nacional podrá disponer de
las viviendas de aquellas personas que posean más de una vivienda
familiar para entregarlas a las familias que las necesiten. Nunca más la
vivienda podrá ser un instrumento para la especulación.
El
ministerio de educación establecerá las curriculas de todas las carreras
en todos los niveles educativos. Sólo podrá enseñarse aquello que sea
conveniente a los intereses nacionales.
Las escuelas deberán
asegurar que todos los niños en edad escolar aprueben las materias y
obtengan sus títulos a la edad establecida.
Los medios de comunicación no podrán emitir programación extranjera.
Se nacionalizarán todas las empresas de telecomunicaciones.
También se creará, bajo la órbita del gobierno nacional, el ente
regulador de internet, con el objeto de que los contenidos de la red
respeten el interés nacional.
El futbol, el automovilismo, el box,
el tenis, el hockey, el rugby y demás actividades deportivas serán
declaradas de interés cultural y por lo tanto serán gratuitas.
La
salud será una e igual para todos. Se nacionalizarán las obras sociales
sindicales y se expropiarán las empresas de medicina prepaga. Los
honorarios médicos, las tarifas de los sanatorios privados y los precios
de los medicamentos serán establecidos por el ministerio de salud de la
nación.
Estas son las primeras medidas que tomará la doctora
Cristina Elisabet Fernandez de Kirchner al comenzar su tercer periodo de
gobierno, a partir del 10 de diciembre de 2015.
Todo lo que aprendemos se lo debemos a otro, aunque más no sea para refutar sus ideas, necesitamos del otro para apoyar nuestros pensamientos. Mi esperanza es ser un peldaño en la interminable escalera del saber. Aquí encontrará comentarios sobre muchos temas, pues las preguntas que me interpelan no siguen una agenda precisa. Este blog no es un ministerio. Como todos, construyo mis conocimientos sobre mi experiencia y a esta sobre mis prejuicios. Todos ellos influyen sobre los otros.
Datos personales

- Gustavo Garcia
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lunes, 10 de diciembre de 2018
viernes, 19 de octubre de 2018
Elites. Entre el estado y el individuo.
Acaso la idea más revolucionaria
de la historia haya sido la de “coordinación espontánea” de Adam Smith. El
hecho de que cada individuo actuando de acuerdo a su interés personal promoviera
sin proponérselo el bienestar general de la sociedad no tiene antecedentes.
En efecto, hubieron de darse
determinados acontecimientos históricos, especialmente desde el Renacimiento,
para que en occidente lentamente fuera desarrollándose la idea del individuo
como dueño de su voluntad y se le reconociera su autonomía, bases sin las
cuales no tiene sentido la idea de interés personal.
Los cambios tecnológicos
promovidos por la Ilustración provocaron una mejora explosiva en la productividad.
Gradualmente los hombres se trasladaron a las ciudades y se especializaron en
sus habilidades. La especialización agregó a la autonomía la interdependencia.
El correlato social de estos cambios se ve en el surgimiento de la burguesía,
la expansión del comercio y el resquebrajamiento del orden feudal.
Pero lejos de que esta revolución
liberal se afianzara, casi desde su surgimiento comenzaron a aparecer grupos de
poder que intentaron limitar las libertades individuales. Las guerras civiles y
las dos guerras mundiales sucedidas entre los siglos XIX y XX son producto de
estas contrarrevoluciones.
La idea popperiana de “sociedad
abierta”, estandarte del liberalismo, funciona más como una petición de
principios que como la descripción de alguna sociedad actual.
Es que, en general, los hombres
queremos gozar de los beneficios de la libertad sin pagar su precio. Ser libre
significa asumir la incertidumbre, promover la igualdad ante la Ley y tolerar
la desigualdad en los resultados. A cambio, cada uno puede construir lo mejor
que pueda su destino.
El poder del monarca dio lugar en
la modernidad al poder del estado, mucho más determinante que aquél, cuyos
paroxismos vimos en los estados totalitarios del siglo XX.
En occidente, en el presente
siglo quedan pocos estados totalitarios (Cuba, Venezuela, Nicaragua, algunos en
África) pero en el mundo los sigue habiendo en países muy importantes. Rusia,
China, Corea del Norte, Irán, son los ejemplos más claros.
También se observan fenómenos más
matizados. Ni la democracia liberal, con su sistema republicano de pesos y
contrapesos, con participación ciudadanos libres y autónomos y gobiernos
limitados, ni estados totalitarios, reflejan totalmente el estado de cosas
institucional.
En su lugar, observamos un
híbrido, un reparto del poder mediado por diversos tipos de organizaciones que
buscan apoderarse de determinados privilegios.
Estas organizaciones tienen en
común su naturaleza extorsiva. El principio de igualdad ante la Ley no es un
valor a defender, o en todo caso, es secundario a la objetivo de conseguir alguna
ventaja sobre los demás. Lo mismo sucede con la Constitución, que puede ser
desobedecida mediante cualquier ley que la reglamente.
La sociedad, entonces, queda
gobernada por las oligarquías, que condicionan a las administraciones tanto
como a la libertad de los individuos. El estado conserva nominalmente el
monopolio de la fuerza y la capacidad de cobrar impuestos, pero las oligarquías
le imponen el dónde, cómo y cuándo utilizar la fuerza o la recaudación.
Las oligarquías se presentan como
mediadores ente el individuo y el estado, siempre van a mostrarse a los demás
como propietarias del bien común y en defensa de toda la sociedad. Pero se administran
mediante estructuras jerárquicas rígidas y sus elites son difícilmente
reemplazables.
Se oponen a cualquier cambio que
ponga en peligro el statu quo. La relación entre ellas es de tipo mafioso,
negocian hasta el punto de su propia conveniencia e intentan siempre pasar los
costos a terceros.
Los individuos autónomos están
desolados. Por eso, el incentivo es incorporarse a alguna de ellas, incluso al
costo de perder la autonomía.
El resultado es que la sociedad
es gobernada por una red de colectivos. La legalidad depende del poder de cada
uno para imponer sus designios. La sociedad oligárquica no tolera la disidencia
ni el pluralismo. Los debates se transforman en diálogos de sordos.
A las tradicionales oligarquías
representantes de distintos gremios como son los sindicatos y las cámaras
empresariales y, por supuesto, la banca, los partidos políticos y la prensa, se agregan constantemente otras: colectivos de género, desocupados, ambientalistas,
asociaciones de “derechos humanos”, etc. Incluso algunas logran enquistarse en
estamentos de los poderes públicos imponiendo sus reglas, como las de los
jueces, policías y docentes.
El punto en común entre ellas es
que todas exceden los objetivos de sus reclamos o estatutos particulares y
buscan establecerse como un referente permanente en la lucha por el poder.
Algunos podrán ver con agrado
esta alternativa frente al poder totalitario concentrado en el estado. Las
oligarquías pueden poner un dique.
Otros verán que los individuos,
subyugados por las oligarquías, pierden su autonomía y su libertad y, a cambio
de una falsa seguridad, se vuelven frágiles frente a cualquier acontecimiento
que suceda en sus vidas.
Cuando uno sufre pequeños
desarreglos cotidianos aprende cómo enfrentarlos y está preparado para desafíos
mayores, en cambio, cuando nunca sale de la zona de confort que le ofrece su
colectivo se torna absolutamente vulnerable a los cambios.
Las crisis en las sociedades
menos reguladas se sufren menos y duran menos tiempo. Todo lo contrario ocurre
en sociedades anquilosadas. Pequeños ajustes son preferibles a grandes cambios.
La uberización de la vida social
a algunos los excita y a otros los aterra.
La oligarquía ofrece un escenario de falsa estabilidad, favorece a las
burocracias que se enquistan y encarecen cualquier procedimiento.
¿Es cómoda la vida con este orden
social? ¿Es, acaso, una forma deseable de controlar el poder por medio de la
dispersión? Por último, ¿es esta una configuración estable de la sociedad?
miércoles, 3 de octubre de 2018
La reforma de la que ni se habla
La Argentina gobernada
por Cambiemos lleva tres años en un laberinto en el que está encerrada hace
casi noventa años.
La aspiración
del nuevo gobierno de torcer el derrotero decadente de la economía del país
apelando a un cambio gradual nunca explicado ni en su necesidad, ni en su
programa y tampoco en su visión de futuro ha chocado contra el muro de su
propia incompetencia o de su propia interpretación de la realidad.
La situación de
la economía argentina aplica en muchos aspectos a un proceso que se asemeja a
la salida de la sovietización luego de la caída del muro: falta de
competitividad en casi todas sus actividades, libertades económicas subrogadas
por un estado hiperregulador, subsidios extendidos, condiciones a las que se agregan otras tras décadas de populismo: carga fiscal intolerable,
una población que demanda un estilo de vida impropio para los recursos de los
que dispone, leyes laborales y burocracia que hacen titánica la tarea de abrir una empresa, etc. etc.
La excusa que
el gobierno ha utilizado para explicar su inoperancia es que no dispone de las
mayorías parlamentarias para impulsar los cambios. Pero esto no explica por qué
nunca le contó a la población en qué condiciones recibió el país ni qué cosas
estaba dispuesto a hacer para revertirlas.
No obstante, la
mayor parte de los que todavía apoyan a Cambiemos asume el argumento de la
debilidad política como válido.
Mi punto de
vista es que esta visión presenta dos problemas. El primero es que Cambiemos
jamás ha prometido cambiar el estatismo rampante que gobierna desde hace tanto
tiempo. Más allá de tomar medidas económicas imprescindibles para recuperar el
crédito –básicamente salir del default y eliminar el control de cambios
conocido como “cepo”- no ha propuesto más que una mínima prolijidad dentro del
mismo modelo de gestión que ha heredado. ¿Si no era esto lo que Cambiemos
quería cambiar, pues qué era? ¿Creyó que los problemas de la Argentina se
resolvían sólo combatiendo la corrupción?
El segundo problema
de la teoría de la debilidad política es que Cambiemos no ha promovido el más
mínimo cambio en las reglas de juego del poder. El gobierno pretende seducir a
una mayoría simple que le asegure retener el poder por la vía de extorsionar a
la población y a los peronistas que no
quieren al kirchenrismo con la amenaza su regreso, a la vez que utiliza las
mismas armas de concentración de poder y del reparto de recursos fiscales que
su antecesor. Tampoco en el modo de ejercer el poder Cambiemos ha cambiado
nada.
En síntesis,
estatismo y unitarismo son las herramientas con las que el kircherismo ha
disciplinado a propios y a extraños. Cambiemos no ha intentado ni tiene intenciones de deshacerse de
ellas.
En estas
condiciones el país enfrenta una nueva crisis económica derivada, como siempre, no de catástrofes naturales o
bélicas sino de su secular insolvencia fiscal.
Y la estrategia
del gobierno es arrastrar a la oposición “racional” hasta el borde del
precipicio para obligarla a votar a favor de un presupuesto sin disidencias so
pena de hacerla corresponsable de un nuevo desastre. Una estrategia tan
patológica como las tantas que practicó el kirchnerismo, aunque estéticamente menos
procaz.
Dadas las
circunstancias, nadie sabe si la clase política va a cumplir sus promesas o va
nuevamente a deshonrar sus compromisos, mientras todos sabemos que cada uno de
sus representantes disputa a codazos por un trozo de los ingresos públicos
intentando salir del barro sin ensuciarse la ropa. Porque el éxito en este
juego consiste en sacarse rápidamente las responsabilidades de encima para
estar listo en la línea de largada para afrontar un nuevo proceso electoral.
El kirchnerismo
ha dañado a la sociedad argentina en algo mucho más profundo que su economía.
El producto de su estrategia de poder, especialmente luego de haber encontrado
en las ideas de Laclau un sendero fértil, ha sido legar su sentido agonal de la
política, un estigma que los argentinos habían dejado de lado en 1983.
La estrategia
de crear enemigos para polarizar las decisiones ha dado rédito electoral tanto
al kircherismo como a Cambiemos. Así, han logrado dividir a la sociedad en tres
tercios, uno favorable a cada uno de ellos, fanatizados en su mitología; y un
tercio restante voluble y mayoritariamente poco comprometido.
Pero sucede que
lo que puede ser bueno como estrategia electoral es muy malo para la
convivencia en los periodos que van de una elección a otra. Es por eso que
vivimos en un permanente proceso electoral.
La resolución
de los problemas económicos requiere de amplios acuerdos que sostengan reglas
de juego por periodos muy largos. Los problemas que enfrentamos en la
actualidad son producto de haber destrozado la confianza de los agentes
económicos. Ninguna economía crece al contado, pero menos aquellas que no
honran sus compromisos.
Nuestra forma
de hacer política no garantiza ningún acuerdo. Y la inestabilidad política
compromete cualquier solución económica.
Nos hemos
pasado los últimos tres años discutiendo problemas económicos, sus orígenes,
sus soluciones, sus restricciones y su forma de resolverlos o de postergarlos,
pero nada hemos hablado de la reforma política, cuando las autoridades que hoy
nos gobiernan a nivel nacional, provincial y municipal se han quejado de lo fraudulentas
que fueron las elecciones. Las mismas en las que fueron consagrados.
Los pocos
atisbos de encarar la reforma se limitaron a hablar del sistema de votación
para reemplazar la arcaica boleta de papel por partido.
Nuestro sistema
de gobierno presidencialista propicia la concentración de las decisiones. El
unitarismo fiscal termina por ser un vicio de esta estructura. Pero no sólo
afecta a las cuentas públicas sino también a los otros poderes del estado.
Como hemos
notado durante los últimos quince años, la legislatura y la justicia o se han
subordinado al poder ejecutivo o se han excusado de cumplir con sus responsabilidades
resguardadas en una supuesta responsabilidad política, que no es más que un
ardid que consolida el poder presidencial a costa del poder de la ciudadanía.
Políticos oficialistas y opositores participan de este juego, dando a la
política el carácter agonal arriba mencionado.
El sistema
presidencialista promueve la dictadura de las mayorías, porque el que gana,
aunque sea por una diferencia exigua, se lo lleva todo. El pretexto es asegurar
la gobernabilidad, otro eufemismo que utilizamos para consolidar la democracia
delegativa. Si legisladores y jueces hubiesen cumplido con las funciones que
los ciudadanos les delegaron no tendríamos los problemas económicos que
padecemos.
La rigidez para
remover a un presidente cuando ya no es apto para resolver los problemas –o que
ha convertido a su gobierno en una asociación ilícita- pone en jaque a todo el
sistema de gobierno. La tolerancia al robo o a la ineptitud aparece como el mal
menor frente a un cambio abrupto de gobierno.
Los sistemas
parlamentaristas han resuelto estos problemas. La instalación de tal sistema
fue una idea que intentó imponer Raúl Alfonsín en el Pacto de Olivos, teniendo
fresca la experiencia de la licuación de su poder durante su mandato.
Hemos visto en
los últimos años como varios parlamentos europeos han removido a sus jefes de
gobierno sin que peligre el orden constitucional (Inglaterra, Bélgica, España,
Italia, por ejemplo).
Los sistemas
parlamentaristas representan más cabalmente los intereses sociales de cada
momento, pues las cámaras legislativas se renuevan en periodos cortos y en forma parcial.
Las minorías en
el sistema parlamentarista tienen un rol de mayor responsabilidad, sus
legisladores deben dejar de ocupar una posición testimonial o de simples
traficantes de votos pagos. Este sistema permite resolver el problema del "teorema de Baglini" (el diputado alfonisinista se hizo famoso por enunciar que la adudacia de las propuestas de los legisladores es inversamente proporcional a su responsabilidad por aplicarlas).
El poder
ejecutivo se convierte en un mero administrador de los asuntos públicos,
elegido por los parlamentarios para ejecutar las políticas decididas por ellos
mismos, lo que les hace prestar más atención sobre las iniciativas que
promueven.
Los ciudadanos
deben responsabilizarse por su elección, porque cuentan con matices y les resulta
más difícil refugiarse en la comodidad de la “grieta”.
La mayor
participación ciudadana contribuirá a ir debilitando al estatismo, esa “ilusión
que todos tenemos de vivir del esfuerzo de los demás”.
El cambio de
sistema de gobierno también debe complementarse con un retorno al federalismo,
no solo en el terreno fiscal, llevando las decisiones lo más cerca posible de
donde se ejecutan, como un paso que posibilite la revisión del principio de subsidiariedad
del estado. Los distritos y las ciudades deben poder competir por ser más
eficientes y ofrecer a sus ciudadanos mejor calidad de vida. Esta competencia
permitirá testear distintos modelos de gestión de los asuntos públicos e
introducir los cambios que sean necesarios en forma menos traumática.
Claro que el
cambio de sistema de gobierno no resolverá por sí solo el problema de los
vicios que nos aquejan, que permean de la sociedad al gobierno y viceversa –erradicación
de las mafias, carencias del sistema educativo, de salud y previsional, sólo
por mencionar los más importantes-. Pero por algo hay que empezar a cambiar en
serio.
¿Será mucho
pedir?
domingo, 23 de septiembre de 2018
Institucionalizar
Preocupado, ¿como muchos?, por el
fracaso secular de la Argentina, que lleva ya casi noventa años, el economista
de la Fundación Libertad y Progreso, Agustín Etchevarne, (@aetchevarne) lanzó
esta semana varios desafíos en Twitter consistentes en cómo salir del populismo
que, a juicio de muchos de los que nos interesamos por la política, es la raíz
de nuestra decadencia.
Al efecto lanzó algunas consignas
como la de proponer la prohibición del voto a quienes sobrevivan gracias a
cobrar mensualmente un cheque del estado, puesto que nunca elegirían a quienes propongan
su achicamiento, lo que suena necesario en una sociedad ahogada por los
impuestos y los privilegios.
Paralelamente, uno puede
encontrar a los dirigentes de la izquierda argentina arengando por propuestas
en el sentido contrario y protestando porque el populismo no es suficientemente
popular ya que, según su juicio, la Argentina continúa fracasando porque la
gobierna el neoliberalismo y la patria financiera.
Más allá del valor teorético de
las líneas argumentales, el hecho a destacar consiste en la permeabilidad que
el debate de ideas consigue en la
sociedad.
La realidad en nuestro país, como
la de la mayoría de los países del mundo, es que el debate de ideas permanece
sólo en las elites intelectuales. Las mayorías populares apenas reconocen
alguna laxa filiación política sin cuestionarse por la consistencia de sus
ideas ni por las consecuencias prácticas de su aplicación.
Es así como la mayor parte de la
parte de la población se opone al ajuste al mismo tiempo que a la inflación, al
endeudamiento al mismo tiempo que a la baja del gasto, al desempleo al mismo
tiempo que a la rigidez en la legislación laboral o a la asfixiante presión
fiscal al mismo tiempo que exige un estado "presente" en la
educación, la salud o la obra pública.
Abocada a sus actividades
crematísticas y a disfrutar del ocio del que goza el hombre moderno gracias al
progreso, la población -me parece un
exceso hablar de sociedad- ha olvidado el necesario rol de ciudadanía que debe
necesariamente ejercer para encaminarse hacia un destino común, sea cual fuere
el elegido.
¿Cómo crear un nuevo país desde
bases agonales si el problema no es, solamente, la disputa de sus elites sino la desafección
de las mayorías?
¿Es posible conseguir logros
consistentes cuando la dirigencia política decide de acuerdo a las encuestas de
opinión pública?
Más allá de los esfuerzos
intelectuales por promover la discusión en la sociedad sobre las instituciones
que se necesitan, los cambios requieren de profundas convicciones arraigadas en
las costumbres, reflejo de los valores. Las sociedades no cambian por el esfuerzo
de sus elites, pero necesitan de ellas como los faros necesitan de los barcos
para iluminar su camino.
Las instituciones son las reglas
sociales que guían nuestro comportamiento, funcionan cuando simplemente son la
expresión de conductas naturalizadas y son inútiles cuando son la
expresión de un simple voluntarismo de moda, por más que estén expresadas en
mamotretos legales.
Un cambio en la conciencia de
todos es necesario para revertir el fracaso, provocado por nuestras propias
malas costumbres.
domingo, 26 de agosto de 2018
Hay que atender a los pobres
¿Cuántas veces lo hemos
escuchado? ¿cuántas veces lo hemos dicho o pensado?
En los países de cultura judeo
cristiana es parte del sentido común el instinto moral de la preocupación por
los desfavorecidos. Nos aterra la pobreza, quizás porque sus imágenes evocan
nuestros miedos ancestrales, cuando los humanos recorrían las praderas buscando
cobijo y sustento diario, cuando la vida podía irse en un abrir y cerrar de
ojos.
Tales son estos miedos que logran
nublar nuestra razón y nuestros sentidos como para no permitirnos advertir las
bondades del mundo en la época que nos ha tocado vivir.
A pesar de hay más seres humanos
en la Tierra que nunca, en la actualidad sólo una mínima porción lucha a diario
por algo para comer, la mayoría de nosotros vamos a vivir mucho más tiempo que
nuestros antepasados más cercanos y gozamos de un bienestar y de un confort que
nos permiten pensar en mañanas mucho más distantes que los próximos días, meses
o años.
Es necesario pensar en este
contexto para entender qué estamos diciendo o haciendo cuando decimos que hay
que atender a los pobres.
¿Qué es un pobre?
Evitaré la alusión a todo el
discurso progresista, con todos su coeficientes sobre la desigualdad porque
ellos están abocados a demostrar que hay pobres hasta en Liechtenstein por
culpa de que unos tienen lo que a los otros les falta. De modo que no voy a
ocuparme de la pobreza relativa. Queda eso para otro momento o para nunca,
porque está lleno de libros y artículos que desmontan tales pensamientos.
Me interesa plantear algunas
cuestiones sobre la pobreza absoluta, esto es, la falta de alimentos
suficientes para sobrevivir y la falta de cobijo necesario para no morir de
frío. Quien no tenga esas carencias no es pobre en términos absolutos.
Hay algunas personas, en unas
sociedades más que en otras, que viven en pobreza absoluta. Los niños y los
viejos son los más indefensos porque no tienen las herramientas para salir de
esta situación, por eso su familia tiene que protegerlos.
Muy pocas personas están en
situación de pobreza absoluta, ya que nuestras sociedades producen fácilmente
alimentos y abrigo. Y los que son pobres no tienen más que acercarse a las
ciudades para recoger lo que los no pobres desechan, y así logran sobrevivir.
Si esta situación satisface o no
nuestras conciencias es otro problema. Y aquí viene el problema.
Puede que a algunos les moleste
que en el lugar donde vive haya gente mendigando en las esquinas o haciendo
malabares en los semáforos para comer ese día, y haya otros que pueden convivir
con eso. Los primeros dirán que a esa gente le faltan muchas cosas -comparado
con lo que ellos mismos tienen, porque rara vez se acercan a los otros para
consultarlos sobres sus carencias- y los otros ni siquiera se preocupan por
eso. De modo que el problema queda para aquellos que se preocupan.
Dentro de este grupo hay quienes
brindan una ayuda circunstancial, una propina por dejar que le limpien el
parabrisas, o una limosna o esporádica donación, recibiendo a cambio una
discreta satisfacción por cumplir una pequeña parte del deber cotidiano.
Otros quieren asumir un
compromiso aún mayor y transformar la ayuda en permanente. Y aquí se encuentran
con dos problemas: por un lado deben obtener diariamente los recursos, que
tienden a ser cada vez más cuantiosos cuanto más eficaz es su tarea y, por el
otro, los que reciben la dádiva se tornan cada vez más perezosos para buscar
los medios de autosustentación.
La ayuda presenta dos problemas,
digamos uno sincrónico y otro diacrónico. Una vez
resueltas unas necesidades de orden más urgente (alimento y abrigo) surgen
inmediatamente otras (salud y educación, por ejemplo). Cuando estas necesidades
de segundo orden se inscriben también en el registro de la pobreza son muchos
más los pobres que aparecen, los que habían resuelto un problema pero no el otro.
Hay un punto en el que el grupo
de "atendedores" se bifurca. Unos siguen el camino de conseguir
recursos mediante apoyos voluntarios y otros buscan conseguirlos mediante
medios coercitivos y buscan el apoyo del estado, el Ogro Benevolente, para
algunos "ogro" porque obtiene lo que quiere quitándoselo a los que producen
y para algunos "benevolente" porque reciben la dádiva sin dar nada a
cambio.
La ayuda voluntaria es limitada,
pues las necesidades son infinitas y es complicado mantener una ayuda duradera.
La ayuda coercitiva, a su vez,
requiere de mejores argumentos que el garrote, pues nadie lo soporta por
demasiado tiempo.
Es en este momento donde se
cambian los argumentos y la ayuda, para quien la da, deja de ser una
alternativa voluntaria para convertirse en una obligación, y para quien la
recibe deja de ser una posibilidad transitoria para transformarse en un derecho
garantizado por el estado.
Con este nuevo derecho social una
parte cada vez mayor de la sociedad se convierte en acreedora de la otra. El
estado se convierte, en el mejor de los casos, en un árbitro burocrático donde indiferentes y anónimos funcionarios ofician a diario de agentes de distribución
de la riqueza producida por el trabajo ajeno y, en el peor de los casos, en una
banda de gángsters extorsionadores que antes que distribuir la riqueza surgida
del atraco toman primero para sí la tajada más grande, como para hacerle saber
a todos los demás que nada podrán hacer sin ellos.
Como en un enorme y eterno baile
de disfraces, el resto de la sociedad intercambia permanentemente sus roles.
Casi todos somos aportantes al fisco en alguna proporción, como también
beneficiarios de la dádiva. Es tal la maraña de subsidios cruzados que es
prácticamente imposible saber para cada uno si es un contribuyente o un
beneficiario neto. Además, es una tarea inútil intentar descubrirlo porque es
poco lo que se puede hacer para cambiar la situación. Así que lo más práctico
es intentar apropiarse de algún privilegio seduciendo al funcionario de turno
de modo más o menos amable según sea el caso y las armas con las que se cuente.
Sindicalistas, magnates de la
obra pública, banqueros, financistas, piqueteros, artistas de variedades,
docentes, científicos, empleados públicos, jubilados, médicos, estudiantes,
empresarios del transporte, etc. etc. presionan por pedazos del presupuesto
para satisfacer sin límites las necesidades que a ellos le parecen justas,
porque todos entienden que pocos bien organizados consiguen saquear a muchos
desorganizados, muchas veces sin que se note e inclusive haciendo que acepten
el saqueo. Los políticos miran obsesivamente las encuestas de opinión para
saber a quienes favorecer para conseguir más votos. Los que ponen el dinero son
cada vez menos así que para conformarlos a todos se imprimen más billetes sin
pensar en la inflación o se toma más deuda sin saber cómo pagarla. El Ogro Benevolente
de tan benevolente se torna cada vez más ogro.
Y al final de toda esta
historia, los pobres absolutos son cada vez más.
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