Acaso la idea más revolucionaria
de la historia haya sido la de “coordinación espontánea” de Adam Smith. El
hecho de que cada individuo actuando de acuerdo a su interés personal promoviera
sin proponérselo el bienestar general de la sociedad no tiene antecedentes.
En efecto, hubieron de darse
determinados acontecimientos históricos, especialmente desde el Renacimiento,
para que en occidente lentamente fuera desarrollándose la idea del individuo
como dueño de su voluntad y se le reconociera su autonomía, bases sin las
cuales no tiene sentido la idea de interés personal.
Los cambios tecnológicos
promovidos por la Ilustración provocaron una mejora explosiva en la productividad.
Gradualmente los hombres se trasladaron a las ciudades y se especializaron en
sus habilidades. La especialización agregó a la autonomía la interdependencia.
El correlato social de estos cambios se ve en el surgimiento de la burguesía,
la expansión del comercio y el resquebrajamiento del orden feudal.
Pero lejos de que esta revolución
liberal se afianzara, casi desde su surgimiento comenzaron a aparecer grupos de
poder que intentaron limitar las libertades individuales. Las guerras civiles y
las dos guerras mundiales sucedidas entre los siglos XIX y XX son producto de
estas contrarrevoluciones.
La idea popperiana de “sociedad
abierta”, estandarte del liberalismo, funciona más como una petición de
principios que como la descripción de alguna sociedad actual.
Es que, en general, los hombres
queremos gozar de los beneficios de la libertad sin pagar su precio. Ser libre
significa asumir la incertidumbre, promover la igualdad ante la Ley y tolerar
la desigualdad en los resultados. A cambio, cada uno puede construir lo mejor
que pueda su destino.
El poder del monarca dio lugar en
la modernidad al poder del estado, mucho más determinante que aquél, cuyos
paroxismos vimos en los estados totalitarios del siglo XX.
En occidente, en el presente
siglo quedan pocos estados totalitarios (Cuba, Venezuela, Nicaragua, algunos en
África) pero en el mundo los sigue habiendo en países muy importantes. Rusia,
China, Corea del Norte, Irán, son los ejemplos más claros.
También se observan fenómenos más
matizados. Ni la democracia liberal, con su sistema republicano de pesos y
contrapesos, con participación ciudadanos libres y autónomos y gobiernos
limitados, ni estados totalitarios, reflejan totalmente el estado de cosas
institucional.
En su lugar, observamos un
híbrido, un reparto del poder mediado por diversos tipos de organizaciones que
buscan apoderarse de determinados privilegios.
Estas organizaciones tienen en
común su naturaleza extorsiva. El principio de igualdad ante la Ley no es un
valor a defender, o en todo caso, es secundario a la objetivo de conseguir alguna
ventaja sobre los demás. Lo mismo sucede con la Constitución, que puede ser
desobedecida mediante cualquier ley que la reglamente.
La sociedad, entonces, queda
gobernada por las oligarquías, que condicionan a las administraciones tanto
como a la libertad de los individuos. El estado conserva nominalmente el
monopolio de la fuerza y la capacidad de cobrar impuestos, pero las oligarquías
le imponen el dónde, cómo y cuándo utilizar la fuerza o la recaudación.
Las oligarquías se presentan como
mediadores ente el individuo y el estado, siempre van a mostrarse a los demás
como propietarias del bien común y en defensa de toda la sociedad. Pero se administran
mediante estructuras jerárquicas rígidas y sus elites son difícilmente
reemplazables.
Se oponen a cualquier cambio que
ponga en peligro el statu quo. La relación entre ellas es de tipo mafioso,
negocian hasta el punto de su propia conveniencia e intentan siempre pasar los
costos a terceros.
Los individuos autónomos están
desolados. Por eso, el incentivo es incorporarse a alguna de ellas, incluso al
costo de perder la autonomía.
El resultado es que la sociedad
es gobernada por una red de colectivos. La legalidad depende del poder de cada
uno para imponer sus designios. La sociedad oligárquica no tolera la disidencia
ni el pluralismo. Los debates se transforman en diálogos de sordos.
A las tradicionales oligarquías
representantes de distintos gremios como son los sindicatos y las cámaras
empresariales y, por supuesto, la banca, los partidos políticos y la prensa, se agregan constantemente otras: colectivos de género, desocupados, ambientalistas,
asociaciones de “derechos humanos”, etc. Incluso algunas logran enquistarse en
estamentos de los poderes públicos imponiendo sus reglas, como las de los
jueces, policías y docentes.
El punto en común entre ellas es
que todas exceden los objetivos de sus reclamos o estatutos particulares y
buscan establecerse como un referente permanente en la lucha por el poder.
Algunos podrán ver con agrado
esta alternativa frente al poder totalitario concentrado en el estado. Las
oligarquías pueden poner un dique.
Otros verán que los individuos,
subyugados por las oligarquías, pierden su autonomía y su libertad y, a cambio
de una falsa seguridad, se vuelven frágiles frente a cualquier acontecimiento
que suceda en sus vidas.
Cuando uno sufre pequeños
desarreglos cotidianos aprende cómo enfrentarlos y está preparado para desafíos
mayores, en cambio, cuando nunca sale de la zona de confort que le ofrece su
colectivo se torna absolutamente vulnerable a los cambios.
Las crisis en las sociedades
menos reguladas se sufren menos y duran menos tiempo. Todo lo contrario ocurre
en sociedades anquilosadas. Pequeños ajustes son preferibles a grandes cambios.
La uberización de la vida social
a algunos los excita y a otros los aterra.
La oligarquía ofrece un escenario de falsa estabilidad, favorece a las
burocracias que se enquistan y encarecen cualquier procedimiento.
¿Es cómoda la vida con este orden
social? ¿Es, acaso, una forma deseable de controlar el poder por medio de la
dispersión? Por último, ¿es esta una configuración estable de la sociedad?
Obviamente no.
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