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viernes, 19 de octubre de 2018

Elites. Entre el estado y el individuo.


Acaso la idea más revolucionaria de la historia haya sido la de “coordinación espontánea” de Adam Smith. El hecho de que cada individuo actuando de acuerdo a su interés personal promoviera sin proponérselo el bienestar general de la sociedad no tiene antecedentes.
En efecto, hubieron de darse determinados acontecimientos históricos, especialmente desde el Renacimiento, para que en occidente lentamente fuera desarrollándose la idea del individuo como dueño de su voluntad y se le reconociera su autonomía, bases sin las cuales no tiene sentido la idea de interés personal.
Los cambios tecnológicos promovidos por la Ilustración provocaron una mejora explosiva en la productividad. Gradualmente los hombres se trasladaron a las ciudades y se especializaron en sus habilidades. La especialización agregó a la autonomía la interdependencia. El correlato social de estos cambios se ve en el surgimiento de la burguesía, la expansión del comercio y el resquebrajamiento del orden feudal.
Pero lejos de que esta revolución liberal se afianzara, casi desde su surgimiento comenzaron a aparecer grupos de poder que intentaron limitar las libertades individuales. Las guerras civiles y las dos guerras mundiales sucedidas entre los siglos XIX y XX son producto de estas contrarrevoluciones.
La idea popperiana de “sociedad abierta”, estandarte del liberalismo, funciona más como una petición de principios que como la descripción de alguna sociedad actual.
Es que, en general, los hombres queremos gozar de los beneficios de la libertad sin pagar su precio. Ser libre significa asumir la incertidumbre, promover la igualdad ante la Ley y tolerar la desigualdad en los resultados. A cambio, cada uno puede construir lo mejor que pueda su destino.
El poder del monarca dio lugar en la modernidad al poder del estado, mucho más determinante que aquél, cuyos paroxismos vimos en los estados totalitarios del siglo XX.
En occidente, en el presente siglo quedan pocos estados totalitarios (Cuba, Venezuela, Nicaragua, algunos en África) pero en el mundo los sigue habiendo en países muy importantes. Rusia, China, Corea del Norte, Irán, son los ejemplos más claros.
También se observan fenómenos más matizados. Ni la democracia liberal, con su sistema republicano de pesos y contrapesos, con participación ciudadanos libres y autónomos y gobiernos limitados, ni estados totalitarios, reflejan totalmente el estado de cosas institucional.
En su lugar, observamos un híbrido, un reparto del poder mediado por diversos tipos de organizaciones que buscan apoderarse de determinados privilegios.
Estas organizaciones tienen en común su naturaleza extorsiva. El principio de igualdad ante la Ley no es un valor a defender, o en todo caso, es secundario a la objetivo de conseguir alguna ventaja sobre los demás. Lo mismo sucede con la Constitución, que puede ser desobedecida mediante cualquier ley que la reglamente.
La sociedad, entonces, queda gobernada por las oligarquías, que condicionan a las administraciones tanto como a la libertad de los individuos. El estado conserva nominalmente el monopolio de la fuerza y la capacidad de cobrar impuestos, pero las oligarquías le imponen el dónde, cómo y cuándo utilizar la fuerza o la recaudación.
Las oligarquías se presentan como mediadores ente el individuo y el estado, siempre van a mostrarse a los demás como propietarias del bien común y en defensa de toda la sociedad. Pero se administran mediante estructuras jerárquicas rígidas y sus elites son difícilmente reemplazables.
Se oponen a cualquier cambio que ponga en peligro el statu quo. La relación entre ellas es de tipo mafioso, negocian hasta el punto de su propia conveniencia e intentan siempre pasar los costos a terceros.
Los individuos autónomos están desolados. Por eso, el incentivo es incorporarse a alguna de ellas, incluso al costo de perder la autonomía.
El resultado es que la sociedad es gobernada por una red de colectivos. La legalidad depende del poder de cada uno para imponer sus designios. La sociedad oligárquica no tolera la disidencia ni el pluralismo. Los debates se transforman en diálogos de sordos.
A las tradicionales oligarquías representantes de distintos gremios como son los sindicatos y las cámaras empresariales y, por supuesto, la banca, los partidos políticos y la prensa,  se agregan constantemente otras:  colectivos de género, desocupados, ambientalistas, asociaciones de “derechos humanos”, etc.  Incluso algunas logran enquistarse en estamentos de los poderes públicos imponiendo sus reglas, como las de los jueces, policías y docentes.
El punto en común entre ellas es que todas exceden los objetivos de sus reclamos o estatutos particulares y buscan establecerse como un referente permanente en la lucha por el poder.
Algunos podrán ver con agrado esta alternativa frente al poder totalitario concentrado en el estado. Las oligarquías pueden poner un dique.
Otros verán que los individuos, subyugados por las oligarquías, pierden su autonomía y su libertad y, a cambio de una falsa seguridad, se vuelven frágiles frente a cualquier acontecimiento que suceda en sus vidas.
Cuando uno sufre pequeños desarreglos cotidianos aprende cómo enfrentarlos y está preparado para desafíos mayores, en cambio, cuando nunca sale de la zona de confort que le ofrece su colectivo se torna absolutamente vulnerable a los cambios.
Las crisis en las sociedades menos reguladas se sufren menos y duran menos tiempo. Todo lo contrario ocurre en sociedades anquilosadas. Pequeños ajustes son preferibles a grandes cambios.
La uberización de la vida social a algunos los excita y a otros los aterra.
La oligarquía ofrece un escenario de falsa estabilidad, favorece a las burocracias que se enquistan y encarecen cualquier procedimiento.

¿Es cómoda la vida con este orden social? ¿Es, acaso, una forma deseable de controlar el poder por medio de la dispersión? Por último, ¿es esta una configuración estable de la sociedad?


1 comentario:

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