La Argentina gobernada
por Cambiemos lleva tres años en un laberinto en el que está encerrada hace
casi noventa años.
La aspiración
del nuevo gobierno de torcer el derrotero decadente de la economía del país
apelando a un cambio gradual nunca explicado ni en su necesidad, ni en su
programa y tampoco en su visión de futuro ha chocado contra el muro de su
propia incompetencia o de su propia interpretación de la realidad.
La situación de
la economía argentina aplica en muchos aspectos a un proceso que se asemeja a
la salida de la sovietización luego de la caída del muro: falta de
competitividad en casi todas sus actividades, libertades económicas subrogadas
por un estado hiperregulador, subsidios extendidos, condiciones a las que se agregan otras tras décadas de populismo: carga fiscal intolerable,
una población que demanda un estilo de vida impropio para los recursos de los
que dispone, leyes laborales y burocracia que hacen titánica la tarea de abrir una empresa, etc. etc.
La excusa que
el gobierno ha utilizado para explicar su inoperancia es que no dispone de las
mayorías parlamentarias para impulsar los cambios. Pero esto no explica por qué
nunca le contó a la población en qué condiciones recibió el país ni qué cosas
estaba dispuesto a hacer para revertirlas.
No obstante, la
mayor parte de los que todavía apoyan a Cambiemos asume el argumento de la
debilidad política como válido.
Mi punto de
vista es que esta visión presenta dos problemas. El primero es que Cambiemos
jamás ha prometido cambiar el estatismo rampante que gobierna desde hace tanto
tiempo. Más allá de tomar medidas económicas imprescindibles para recuperar el
crédito –básicamente salir del default y eliminar el control de cambios
conocido como “cepo”- no ha propuesto más que una mínima prolijidad dentro del
mismo modelo de gestión que ha heredado. ¿Si no era esto lo que Cambiemos
quería cambiar, pues qué era? ¿Creyó que los problemas de la Argentina se
resolvían sólo combatiendo la corrupción?
El segundo problema
de la teoría de la debilidad política es que Cambiemos no ha promovido el más
mínimo cambio en las reglas de juego del poder. El gobierno pretende seducir a
una mayoría simple que le asegure retener el poder por la vía de extorsionar a
la población y a los peronistas que no
quieren al kirchenrismo con la amenaza su regreso, a la vez que utiliza las
mismas armas de concentración de poder y del reparto de recursos fiscales que
su antecesor. Tampoco en el modo de ejercer el poder Cambiemos ha cambiado
nada.
En síntesis,
estatismo y unitarismo son las herramientas con las que el kircherismo ha
disciplinado a propios y a extraños. Cambiemos no ha intentado ni tiene intenciones de deshacerse de
ellas.
En estas
condiciones el país enfrenta una nueva crisis económica derivada, como siempre, no de catástrofes naturales o
bélicas sino de su secular insolvencia fiscal.
Y la estrategia
del gobierno es arrastrar a la oposición “racional” hasta el borde del
precipicio para obligarla a votar a favor de un presupuesto sin disidencias so
pena de hacerla corresponsable de un nuevo desastre. Una estrategia tan
patológica como las tantas que practicó el kirchnerismo, aunque estéticamente menos
procaz.
Dadas las
circunstancias, nadie sabe si la clase política va a cumplir sus promesas o va
nuevamente a deshonrar sus compromisos, mientras todos sabemos que cada uno de
sus representantes disputa a codazos por un trozo de los ingresos públicos
intentando salir del barro sin ensuciarse la ropa. Porque el éxito en este
juego consiste en sacarse rápidamente las responsabilidades de encima para
estar listo en la línea de largada para afrontar un nuevo proceso electoral.
El kirchnerismo
ha dañado a la sociedad argentina en algo mucho más profundo que su economía.
El producto de su estrategia de poder, especialmente luego de haber encontrado
en las ideas de Laclau un sendero fértil, ha sido legar su sentido agonal de la
política, un estigma que los argentinos habían dejado de lado en 1983.
La estrategia
de crear enemigos para polarizar las decisiones ha dado rédito electoral tanto
al kircherismo como a Cambiemos. Así, han logrado dividir a la sociedad en tres
tercios, uno favorable a cada uno de ellos, fanatizados en su mitología; y un
tercio restante voluble y mayoritariamente poco comprometido.
Pero sucede que
lo que puede ser bueno como estrategia electoral es muy malo para la
convivencia en los periodos que van de una elección a otra. Es por eso que
vivimos en un permanente proceso electoral.
La resolución
de los problemas económicos requiere de amplios acuerdos que sostengan reglas
de juego por periodos muy largos. Los problemas que enfrentamos en la
actualidad son producto de haber destrozado la confianza de los agentes
económicos. Ninguna economía crece al contado, pero menos aquellas que no
honran sus compromisos.
Nuestra forma
de hacer política no garantiza ningún acuerdo. Y la inestabilidad política
compromete cualquier solución económica.
Nos hemos
pasado los últimos tres años discutiendo problemas económicos, sus orígenes,
sus soluciones, sus restricciones y su forma de resolverlos o de postergarlos,
pero nada hemos hablado de la reforma política, cuando las autoridades que hoy
nos gobiernan a nivel nacional, provincial y municipal se han quejado de lo fraudulentas
que fueron las elecciones. Las mismas en las que fueron consagrados.
Los pocos
atisbos de encarar la reforma se limitaron a hablar del sistema de votación
para reemplazar la arcaica boleta de papel por partido.
Nuestro sistema
de gobierno presidencialista propicia la concentración de las decisiones. El
unitarismo fiscal termina por ser un vicio de esta estructura. Pero no sólo
afecta a las cuentas públicas sino también a los otros poderes del estado.
Como hemos
notado durante los últimos quince años, la legislatura y la justicia o se han
subordinado al poder ejecutivo o se han excusado de cumplir con sus responsabilidades
resguardadas en una supuesta responsabilidad política, que no es más que un
ardid que consolida el poder presidencial a costa del poder de la ciudadanía.
Políticos oficialistas y opositores participan de este juego, dando a la
política el carácter agonal arriba mencionado.
El sistema
presidencialista promueve la dictadura de las mayorías, porque el que gana,
aunque sea por una diferencia exigua, se lo lleva todo. El pretexto es asegurar
la gobernabilidad, otro eufemismo que utilizamos para consolidar la democracia
delegativa. Si legisladores y jueces hubiesen cumplido con las funciones que
los ciudadanos les delegaron no tendríamos los problemas económicos que
padecemos.
La rigidez para
remover a un presidente cuando ya no es apto para resolver los problemas –o que
ha convertido a su gobierno en una asociación ilícita- pone en jaque a todo el
sistema de gobierno. La tolerancia al robo o a la ineptitud aparece como el mal
menor frente a un cambio abrupto de gobierno.
Los sistemas
parlamentaristas han resuelto estos problemas. La instalación de tal sistema
fue una idea que intentó imponer Raúl Alfonsín en el Pacto de Olivos, teniendo
fresca la experiencia de la licuación de su poder durante su mandato.
Hemos visto en
los últimos años como varios parlamentos europeos han removido a sus jefes de
gobierno sin que peligre el orden constitucional (Inglaterra, Bélgica, España,
Italia, por ejemplo).
Los sistemas
parlamentaristas representan más cabalmente los intereses sociales de cada
momento, pues las cámaras legislativas se renuevan en periodos cortos y en forma parcial.
Las minorías en
el sistema parlamentarista tienen un rol de mayor responsabilidad, sus
legisladores deben dejar de ocupar una posición testimonial o de simples
traficantes de votos pagos. Este sistema permite resolver el problema del "teorema de Baglini" (el diputado alfonisinista se hizo famoso por enunciar que la adudacia de las propuestas de los legisladores es inversamente proporcional a su responsabilidad por aplicarlas).
El poder
ejecutivo se convierte en un mero administrador de los asuntos públicos,
elegido por los parlamentarios para ejecutar las políticas decididas por ellos
mismos, lo que les hace prestar más atención sobre las iniciativas que
promueven.
Los ciudadanos
deben responsabilizarse por su elección, porque cuentan con matices y les resulta
más difícil refugiarse en la comodidad de la “grieta”.
La mayor
participación ciudadana contribuirá a ir debilitando al estatismo, esa “ilusión
que todos tenemos de vivir del esfuerzo de los demás”.
El cambio de
sistema de gobierno también debe complementarse con un retorno al federalismo,
no solo en el terreno fiscal, llevando las decisiones lo más cerca posible de
donde se ejecutan, como un paso que posibilite la revisión del principio de subsidiariedad
del estado. Los distritos y las ciudades deben poder competir por ser más
eficientes y ofrecer a sus ciudadanos mejor calidad de vida. Esta competencia
permitirá testear distintos modelos de gestión de los asuntos públicos e
introducir los cambios que sean necesarios en forma menos traumática.
Claro que el
cambio de sistema de gobierno no resolverá por sí solo el problema de los
vicios que nos aquejan, que permean de la sociedad al gobierno y viceversa –erradicación
de las mafias, carencias del sistema educativo, de salud y previsional, sólo
por mencionar los más importantes-. Pero por algo hay que empezar a cambiar en
serio.
¿Será mucho
pedir?
¿Utopia?
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