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jueves, 9 de julio de 2020

¿Quién salva al estado?


Como todas las personas, tengo mis días. Cuando me levanto optimista creo que la Argentina es un país al borde del colapso y cuando me levanto pesimista creo que ya no tiene ninguna posibilidad de arreglo.

Aunque lo parezca, no se trata sólo de una forma de decir, es un enunciado científico: “Un país al borde del colapso” requiere explicar qué es un país, qué es un borde y qué es un colapso.
Un país es un conjunto de normas jurídico administrativas que regulan la vida de una población dentro de un límite territorial. De modo que para que pueda decirse de una entidad que es un país debe haber una población que respete esas normas y una autoridad efectiva que las haga cumplir dentro de sus fronteras.
Cualquiera podrá advertir que el cumplimiento de las normas admite un amplio rango de matices. Uno se da cuenta que entró a algún país cuando en las fronteras le es requerida una identificación, para lo cual su propio país de origen tiene que haber emitido una. Es una cuestión sencilla, como la de ver una bandera ondeando.
En otras ocasiones no es tan simple. Cuando una persona está encarcelada por robar un celular y otra está libre habiendo robado varios millones de dólares, o cuando alguien es perseguido por la Agencia de Recaudación por cambiar su moneda por dólares mientras que otros compran empresas con el dinero de la Agencia de Recaudación sin sufrir ningún sobresalto uno puede llegar a dudar si se encuentra adentro de un país o de alguna otra cosa que habrá que definir qué es.
Lo que he leído sobre la historia de la Argentina me permite conjeturar que, en todo caso, a duras penas este territorio puede ser considerado un país. Desde la declaración de la independencia se ha luchado para establecer las fronteras y establecer normas aplicables en todo el territorio a todas las personas por igual. La Constitución Nacional de 1853 y el proyecto de la Generación del '37 fue tal vez el intento más serio por conseguirlo.
Mi discutible opinión es que lo más parecido que fuimos a un país se produjo con el experimento fascistoide conducido por Perón.
Su proyecto de una sociedad organizada por las corporaciones, todas dirigidas por un estado omnipresente y eficaz fue el intento que estuvo más cerca de lograr la ansiada organización de nuestra sociedad.
Ya sabemos que por defectos intrínsecos al fascismo y porque el mundo tomó el rumbo hacia una apertura a la que el peronismo le dio la espalda, este intento fracasó. Desde el final del primer gobierno de Perón, la Argentina se desliza por un tobogán sin fin.
El todopoderoso estado peronista dejó de ser, si alguna vez lo fue, el ordenador de la vida social. Lenta y persistentemente el estado argentino se fue transformando en el coto de caza de diversas mafias que se han ido apropiando de los sellos estatales para hacer sus negocios particulares.
Ningún organismo del poder ejecutivo escapa de la agresión mafiosa, no importa el área que se mire, sea la obra pública, la salud o la educación. La disputa entre facciones se resuelve multiplicando las dependencias, aumentando el gasto público y creando regulaciones para asegurarse el botín.
Los otros poderes de la supuesta república no escapan de la debacle. Los legisladores son levantamanos que se venden al mejor postor y la justicia, último bastión del derecho de los ciudadanos, ha sido cooptada por jueces venales, nombrados justamente porque son fácilmente corruptibles.
No hay funcionario público de jerarquía que pueda justificar su nivel de vida con el ingreso que percibe por ejercer su función. Toda la población lo sabe y mira distraído para otro lado como el perro al que le están robando un hueso.
El producto de esta decadencia es el repetido default en todas las áreas: el estado no paga sus deudas, se roba el dinero de los jubilados, no realiza las obras que enuncia, los asentamientos irregulares miserables y el narcotráfico proliferan y no se protege la vida de las personas. Cada vez son menos los que pagan impuestos y los que producen algo. Los argentinos que pueden se llevan sus ahorros y también sus cuerpos a otra parte.
Nada de toda esta abyecta realidad puede ser disimulada con los artilugios lingüísticos políticamente correctos y el lenguaje inclusivo, absurdos entretenimientos para no mirarse en el espejo.
Los liberales preferimos un estado lo más pequeño posible porque aprendimos que cuanto más grande es el estado más peligroso puede ser para los individuos. Pero sin un estado que sea capaz de cumplir con su obligación de garantizar la igualdad de derechos para todos los ciudadanos no habrá nación sobre la cual asentar el progreso. Antes que atacar constantemente al estado bien haríamos si nos dedicáramos a construirlo.
Una estructura colapsa cuando ya no tiene posibilidad de reconstruirse. El país que llamamos Argentina está a punto de colapsar, o tal vez ya haya colapsado.
Lo veo de una u otra manera según me sienta optimista o pesimista. Depende de cómo haya dormido.

2 comentarios:

  1. Si tenemos en cuenta que el estado somos nosotros, seremos nosotros quienes nos salvemos como Estado...
    Leyendo opinones como la tuya encuentro que somos muchos los argentinos que coincidimos en el diagnostico del derrotero argentino. La corrupcion de la clase política que ha convertido al estado en un cáncer.
    Muy bueno tu artículo

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