Una de las cosas positivas que
trajo la pandemia del coronavirus es que puso el muro de la muerte delante de
nuestras narices.
La mayor parte de los habitantes
de este planeta que viven en lo que llamamos Mundo Occidental vive cada día
ignorando que la muerte existe, creyendo que siempre va a tener tiempo de hacer
mañana lo que no hace hoy porque está entretenido jugando con sus amigos por
Whatsapp o mirando la nueva serie en Netflix.
Y así se pasa la vida
procrastinando y tapando la muerte en geriátricos o salas de terapia intensiva
como quien barre la mugre debajo de la alfombra.
Tanta comodidad y protección nos
ofrece la civilización que nos hemos olvidado que vivimos en un mundo incierto,
donde cualquier cosa puede ocurrir en cualquier momento. Por eso hacemos cosas
tan estúpidas como esperar que los gobiernos o un organismo supragubernamental
como la OMS decidan qué es lo mejor para cada uno de nosotros.
Cuando apareció una amenaza en
forma de un bichito imperceptible corrimos a los brazos de papá estado para que
nos diga lo que tenemos que hacer para sobrevivir. A ese grado ha llegado
nuestra alienación: el creer que la vida y la felicidad, -oh! Qué nadie se
atreva a cometer el pecado de no ser feliz!- se pueden resolver siguiendo la
rutina de un protocolo prolijamente diseñado por alguien que sabe más que
nosotros mismos lo que nos conviene.
Como los gobernantes suelen
ser tan imbéciles como para creerse de que pueden arreglar algo mientras viven
del robo del trabajo ajeno, cuando tienen problemas reales se encuentran de
frente con su propia ineptitud y allí acuden a algún tipo de experto. Lo que
nadie se ha preguntado es cómo cuernos alguien es experto en algo que es nuevo.
Pero como a falta de un buen
acorazado es bienvenido un tronco para salvarse del naufragio allí hemos
acudido a los expertos para que nos digan qué hacemos para sobrevivir. Y como
no son expertos pero tampoco tontos han propuesto soluciones que impliquen que
no sean sus pellejos los que estén en juego: aislamiento, cuarentenas,
encierro, uso de tapabocas, disfraces varios, prohibición de circular,
prohibición de estar al aire libre, prohibición de besarse, de correr, de
trabajar, de reunirse, de visitar a tus padres, de arreglarte una muela, de
cortarte el cabello, rastreo para saber dónde estuviste, permisos para ver a un
médico o salir de tu municipio, y un larguísimo etcétera.
La justicia no funciona ni
tampoco el poder legislativo, y mucho menos la Constitución Nacional. Pero eso
sucede hace mucho tiempo.
¿Todo esto impedirá que nos
enfermemos por el virus o por otras cosas? Todos sabemos que no, pero nos gusta creer que
sí.
Y toda esta parafernalia de
instrucciones la envían a diario transformadas en protocolos de comportamiento
tan ridículos que causarían gracia si no fuera porque cualquier portero de
edificio se siente como el heredero de Kim Jong Un con poder de mandarte preso
por no cumplirlo.
Sépase que esos protocolos son
incumplibles, principalmente porque no tienen en cuenta si los que tienen que
cumplirlos cuentan con los recursos requeridos. Pero es tal la falta de respeto
que tenemos hacia nosotros mismos que nos sentimos culpables por no seguir las
prescripciones al pie de la letra.
Hemos renunciado a nuestra
intimidad, a nuestros espacios vitales, a escribir cada página de nuestra vida
de la forma que podamos. El virus vino a recordarnos que de tanto miedo a morir
nos hemos olvidado de lo que significa vivir. El desafío es recuperar nuestra
vida. Poca, breve, concisa y humilde. Para arrancar, mándelos a meterse sus
protocolos por donde les quepan!
EXCELENTE!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
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