Moris era un tipo
bien parecido y de buena posición, logro que había alcanzado gracias a la
perseverancia de su padre, que además tuvo la habilidad de mantenerse bien
visto a los ojos de los demás aunque la historia de fortuna ameritaría algunas
páginas.
Como tantos otros que no se sienten cómodos con
tales privilegios, Moris decidió desafiar a su padre eligiendo una actividad
riesgosa y arrabalera y se metió a boxeador.
Nunca fue muy
habilidoso pero aquella motivación le dio una energía por arriba del promedio.
Los astutos del
ambiente pugilístico no tardaron en arrimarse al retoño, viendo la posibilidad
de usufructuar la cercanía a la fortuna paterna. Le enseñaron a Moris los
rudimentos de la disciplina y le consiguieron rivales que le construyeran de a poco
una sólida autoestima.
Moris ganó sus
primeros combates y un buen marketing hizo el resto.
En unos pocos años
se quedó con la corona de su ciudad y de pronto se convirtió en una figura
promisoria. Los promotores del ambiente se desesperaban por representarlo.
Un buen día apareció Jaime Carmela, un viejo
zorro carismático, conocido por haber entrenado a campeones en las más duras
batallas, o al menos así supo redactar su currrículum, lo que no es un mérito
menor.
Jaime Carmela
convenció a Moris de que algún día lo llevaría a quedarse con la corona
nacional. Y lo hizo entrenar duro esperando el ansiado día en que le
demostraría a su padre que él también podía ganarse solo el mango y la gloria.
Como si se tratara
de una especie singular, se sabe que el peor lugar para un boxeador es el
pedestal de la fama. Jaime Carmela olió la sangre del campeón titular cuando lo
vio trastabillar un día tras otro por pelearse con sus amigos, fotografiarse
quemando billetes y mostrando una cintura y una lentitud de movimientos que
avergonzaban hasta a sus propios fanáticos. Y decidió que era el día de ir por
su corona.
Lo convenció a Moris
de que era su momento y fueron más las ganas de que mordiera el polvo la
abyecta figura del Pocho Campera que la admiración por Moris lo que hizo que
las tribunas anhelaran ponerle a otro el cinturón del campeón.
El combate fue
duro, Moris estaba bien entrenado por un equipo eficaz pero nunca fue muy hábil.
El Pocho conservaba intactas las mañas pero reaccionaba siempre un instante
tarde.
Para los que
gustamos del buen boxeo la pelea fue un bodrio, pero Moris la ganó luego de los
doce interminables asaltos en fallo dividido por apenas un par de puntos.
Tocó el cielo con
las manos y más rencoroso que agradecido le mostró el cinturón a su padre, ya
muy viejo y deteriorado para darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Y salió
a festejar con sus amigotes y los nuevos amigos del campeón.
El Pocho se retiró
a su hacienda del sur para no hacerse ver, porque también tenía algunas cuentas
pendientes con la ley por sus populares trapisondas. Aunque ya viejo y falto de
reflejos, nunca le faltaron odio ni codicia como los combustibles para
prometerse el retorno a los tiempos de gloria. Yaviavolvé! se repetía una y
otra vez a sí mismo y a los que todavía le prestaban la oreja.
Jaime Carmela sabía
que había construido a un campeón frágil al que cualquiera que se preparara un
poco podría derrotar con facilidad.
Su experiencia en
el negocio le había enseñado que para mantener a un campeón con esas
condiciones era imprescindible mantenerlo alerta y sobre todo, lo más
importante, siempre ponerle enfrente un paquete que cuanto peor sea, mejor. No
sea cosa que el Diablo meta la cola, justo en un ambiente por los que suele
rondar.
Fue así como Jaime
se propuso mantener viva la ilusión de revancha del Pocho, que nunca dejó ya de
ser un boxeador decadente, acostumbrado a ganar con trampas y otras tramoyas de
las que se realizan fuera del cuadrilátero. Varias maniobras y combates arreglados
le permitieron acceder al desquite.
Pero al mejor
cazador se le escapa la liebre. No le fue fácil al señor Carmela mantener
alerta a Moris, que no cumplió muchas de sus promesas de las que hacen a la
disciplina de un buen deportista. A veces la autoestima es el peor consejero
cuando se pasa de esa fina raya que tanto cuesta identificar.
Estamos a pocas
horas del combate. Pocos creen en la balanza que muestra el peso de dos púgiles
cuyas fotos tienen que ser retocadas y los directores de cámaras de la TV hacer
malabares para que parezcan algo más o menos decente a los ojos de los
espectadores.
Jaime Carmela
arregló con la Señora para sobrestimular los sentidos de sus seguidores y que
el nuevo fiasco parezca el Combate del Siglo. Hizo su trabajo de manera
impecable y le puso enfrente a su pupilo al peor paquete que podría enfrentar.
Los diarios del
lunes volverán a hablar maravillas de uno de los dos peores boxeadores de la
historia.
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