Los argentinos acarreamos una
falla genética, de apariencia inocua, tanto que es imperceptible para casi
todos. Tal mutación se manifiesta en una curiosa alteración del sentido del
gusto que hace que el engaño nos parezca dulce y que la verdad sepa amarga.
El trastorno no sería
problemático si esta alteración no fuera el primer eslabón de una larga cadena
de causas y consecuencias. Si usted emprende un viaje de mil kilómetros nunca
llegará a destino si se equivoca en la primera encrucijada, mientras que no
pasará gran cosa si se equivoca en la última esquina.
La predilección por el engaño
hace que alteremos la lógica de nuestros juicios. Creemos que el dinero produce
la riqueza, que se puede distribuir antes que producir, conseguir logros antes
de realizar esfuerzos, irnos de vacaciones antes de haber trabajado, poseer una
vivienda antes de haber ahorrado, vernos fuertes y atractivos antes de haber
hecho una dieta sana y entrenar y así siguiendo.
Cuando las leyes de la naturaleza
contradicen nuestro juicio buscamos la explicación en fenómenos sobrenaturales y
confiamos en que Dios, que es sobrenatural, corrija el desarreglo.
Si la explicación sobrenatural no
alcanza la mala fortuna tiene que explicarse por algún tipo de conspiración.
Alternativamente son el clima, los extranjeros, los envidiosos, los mercados internacionales,
o cualquiera al que decidamos calzarle el traje de perverso al menos por un
rato.
La alterada autoestima es reflejo
del engaño. Una de sus consecuencias es la subestimación de los problemas. No
hay nada que no podamos arreglar con un poco de alambre y una aspirina.
Los políticos dan la talla
perfecta para ser acusados por todos los males que nos acontecen, de no ser
porque ellos también son víctimas del engaño, en su peor versión, que es el
autoengaño. Entonces, nos perjudican cuando actúan de mala fe, pero nos perjudican
mucho más cuando actúan de buena fe. De hecho, es mucho menos nocivo que un
funcionario cobre una coima por una obra pública que que firme todos los meses
un cheque para entregar dinero a alguien que no dio nada a cambio para
conseguirlo, sólo porque cree que lo necesita.
Por todo esto, nos hemos autopropiciado
una nueva y monumental crisis, que sólo nosotros no vimos venir.
Hartos del robo y la soberbia
cotidianos, elegimos hace cuatro años a un gobierno que prometió terminar con
aquello y convertirnos en un país normal. Pero los nuevos gobernantes no
estaban exentos de la tara genética. Festejaron el triunfo con un baile y nos –se-
contaron que podrían arreglarse todos los problemas provocados por los malditos
sin sufrir ningún dolor, sólo porque contaban con “el mejor equipo de los
últimos cincuenta años”.
Tan convencidos se los vio que
algunos nos prestaron dinero por un tiempo, y tomaron sus propios riesgos.
Eso duró sólo dos años, los
prestamistas se retiraron y en lugar de ponernos a hacer las cosas de la manera
correcta, recurrimos nuevamente a la aspirina, el FMI, al que calificamos de
enemigo a la vez que le aceptamos su dinero –su dinero es una forma de abreviar
lo que en realidad es: dinero arrancado a los contribuyentes de otros países-.
Nos enfrentamos a un nuevo
periodo eleccionario en el que las dos opciones preferidas por la mayoría
consisten en reelegir a los que hicieron todo mal o en volver a elegir a los
que prometen hacer todo peor de lo que ya lo hicieron.
Todo por ese maldito problema en
el sentido del gusto.
Si no fuera porque las grandes
corporaciones farmacéuticas esconden los buenos remedios para vendernos sólo
caros paliativos ya se habría inventado la cura para nuestra enfermedad.
Así que sólo nos queda rogar a
Dios.
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