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viernes, 16 de agosto de 2019

Carta abierta a mis compatriotas


Los argentinos acarreamos una falla genética, de apariencia inocua, tanto que es imperceptible para casi todos. Tal mutación se manifiesta en una curiosa alteración del sentido del gusto que hace que el engaño nos parezca dulce y que la verdad sepa amarga.

El trastorno no sería problemático si esta alteración no fuera el primer eslabón de una larga cadena de causas y consecuencias. Si usted emprende un viaje de mil kilómetros nunca llegará a destino si se equivoca en la primera encrucijada, mientras que no pasará gran cosa si se equivoca en la última esquina.

La predilección por el engaño hace que alteremos la lógica de nuestros juicios. Creemos que el dinero produce la riqueza, que se puede distribuir antes que producir, conseguir logros antes de realizar esfuerzos, irnos de vacaciones antes de haber trabajado, poseer una vivienda antes de haber ahorrado, vernos fuertes y atractivos antes de haber hecho una dieta sana y entrenar y así siguiendo.

Cuando las leyes de la naturaleza contradicen nuestro juicio buscamos la explicación en fenómenos sobrenaturales y confiamos en que Dios, que es sobrenatural, corrija el desarreglo.

Si la explicación sobrenatural no alcanza la mala fortuna tiene que explicarse por algún tipo de conspiración. Alternativamente son el clima, los extranjeros, los envidiosos, los mercados internacionales, o cualquiera al que decidamos calzarle el traje de perverso al menos por un rato.

La alterada autoestima es reflejo del engaño. Una de sus consecuencias es la subestimación de los problemas. No hay nada que no podamos arreglar con un poco de alambre y una aspirina.

Los políticos dan la talla perfecta para ser acusados por todos los males que nos acontecen, de no ser porque ellos también son víctimas del engaño, en su peor versión, que es el autoengaño. Entonces, nos perjudican cuando actúan de mala fe, pero nos perjudican mucho más cuando actúan de buena fe. De hecho, es mucho menos nocivo que un funcionario cobre una coima por una obra pública que que firme todos los meses un cheque para entregar dinero a alguien que no dio nada a cambio para conseguirlo, sólo porque cree que lo necesita.

Por todo esto, nos hemos autopropiciado una nueva y monumental crisis, que sólo nosotros no vimos venir.

Hartos del robo y la soberbia cotidianos, elegimos hace cuatro años a un gobierno que prometió terminar con aquello y convertirnos en un país normal. Pero los nuevos gobernantes no estaban exentos de la tara genética. Festejaron el triunfo con un baile y nos –se- contaron que podrían arreglarse todos los problemas provocados por los malditos sin sufrir ningún dolor, sólo porque contaban con “el mejor equipo de los últimos cincuenta años”.

Tan convencidos se los vio que algunos nos prestaron dinero por un tiempo, y tomaron sus propios riesgos.

Eso duró sólo dos años, los prestamistas se retiraron y en lugar de ponernos a hacer las cosas de la manera correcta, recurrimos nuevamente a la aspirina, el FMI, al que calificamos de enemigo a la vez que le aceptamos su dinero –su dinero es una forma de abreviar lo que en realidad es: dinero arrancado a los contribuyentes de otros países-.

Nos enfrentamos a un nuevo periodo eleccionario en el que las dos opciones preferidas por la mayoría consisten en reelegir a los que hicieron todo mal o en volver a elegir a los que prometen hacer todo peor de lo que ya lo hicieron.

Todo por ese maldito problema en el sentido del gusto.

Si no fuera porque las grandes corporaciones farmacéuticas esconden los buenos remedios para vendernos sólo caros paliativos ya se habría inventado la cura para nuestra enfermedad.

Así que sólo nos queda rogar a Dios.

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