Hubo un momento
situado entre los siglos XVI o XVII en que surgieron los estados-nación y se
fueron formando los países como los conocemos hoy, con sus fronteras políticas
bien delimitadas en la mayoría de los casos. Ya no quedan en el mundo tierras
por colonizar. El que no esté conforme con su vida en un país no encontrará
sitio, por inhóspito que sea, que no pertenezca a algún país y deba someterse
al orden político establecido. Algunos están pensando en colonizar otros
planetas, otros el mar, pero todavía ni siquiera son una línea de vanguardia.
Desde aquellos
siglos de su formación, los estados, conducidos por monarcas o por gobiernos
elegidos por diversas formas de democracia han ido creciendo en influencia en
la vida de las personas. Tal vez, el paroxismo del poder estatal se vio
reflejado en el siglo XX con las dos peores guerras sufridas por la humanidad.
Dos guerras entre estados.
Lejos de lo que
podríamos suponer luego de tan terribles eventos, el estado en lugar de retraer
su participación en la vida de la comunidad la ha ido ampliando cada vez más.
La no muy precisa medición del PBI de cada país nos da una pauta de esa
participación. En la actualidad, el gasto estatal oscila entre el 40% y el 60%
del gasto de los países de la OCDE, una cifra que hasta el monarca más
despótico de hace no más de dos siglos hubiese envidiado.
Como todos sabemos,
el estado no produce nada, todo lo que consume lo obtiene de los impuestos que
recauda (las alternativas de la emisión de moneda y de endeudamiento son
impuestos diferidos), de modo que lo que gasta es en mérito de haber sido
extraído al resto de la sociedad.
Los estados que
habían llevado a sus sociedades a guerras que destruyeron casi toda la
prosperidad producida por sus sociedades lograron convencer a la población de
que eran ellos mismos quienes iban a devolverle el bienestar soñado y antes
disfrutado. No importa quién pagaría por ello, todos creyeron en las promesas
de sus gobiernos de que les sería devuelto y multiplicado lo perdido. De
oriente a occidente se consolidó el intervencionismo estatal, con una
constante, cuanto más intervención más pobreza y sometimiento. Sólo las
sociedades muy productivas pudieron soportar el peso de sus estados. El
estancamiento que evidencian en los últimos años denota que ya tampoco pueden
hacerlo.
Como sea, gran
parte de la humanidad hoy cree que la producción de bienes como la vivienda, la
salud, la educación y la protección de los ancianos es tarea del estado. Otra
buena parte también justifica la presencia del estado en el comercio, en la
construcción de infraestructura, en la producción de energía, alimentos y
muchas cosas más.
Desde su origen
como protector de las libertades
individuales, como podía esperarse de quien se arrogara el monopolio de la coerción,
el estado ha evolucionado primero hacia su función como productor y, desde lo que podemos ubicar en una línea de tiempo a
partir de la Segunda Guerra Mundial, como distribuidor
de la riqueza producida por los individuos, para lo cual no sólo recauda
impuestos que gasta en los que mal llama bienes públicos, pues no lo son, sino
que mediante sus políticas de reparto de privilegios premia o castiga a la
sociedad de acuerdo a criterios políticos, tecnocráticos o simplemente arbitrarios. (Ver http://institutoacton.org/2015/12/28/las-tres-etapas-del-avance-del-estado-gabriel-zanotti/)
Merced a la acumulación
de funciones los estados son cada vez más grandes. Qué significa que son más
grandes? En primer lugar, que deben recaudar cada vez más impuestos para
sostener sus actividades. En segundo lugar, significa que es cada vez mayor su
estructura burocrática -y todos sabemos lo difícil que es desprenderse de un
puesto de trabajo una vez que es creado, su ocupante encontrará muchas razones
para justificar la importancia de su actividad- que se lleva una gran parte de
los recursos que debieran destinarse a los mentados bienes públicos.
Se ha hecho célebre
la sentencia de Frederic Bastiat de que "el estado es la ilusión que todos
tenemos de vivir del esfuerzo de los demás". En una entrada anterior -https://elpeldanio.blogspot.com.ar/2017/10/secesiones.html-
hemos explorado la idea de que nuestros instintos tribales que favorecen la
integración grupal como medio de asegurar la supervivencia de la especie. En el
plano racional cabe preguntarnos cuál es el límite de tolerancia del
crecimiento del estado? Hasta dónde una sociedad tolera que la burocracia
estatal extraiga el producto de su trabajo? Hasta dónde tolera que le sea
prescripto qué cosas aprender o qué productos consumir? Cómo justifica que en
nombre de ayudar a los desfavorecidos el estado gaste en cosas como subsidiar a
la producción de películas u organización de eventos artísticos, o que se
condicione la libertad de expresión mediante el subsidio a medios de
comunicación o se acepte que los funcionarios deban trasladarse en aviones
privados, helicópteros o autos con chofer?
Al Pacino, en una
gran interpretación del mismo Diablo, dice en la película El Abogado del Diablo
que "el gran truco del Diablo es hacerle creer a la humanidad que no
existe". Modestamente, yo diría que el gran truco del estado es hacerle
creer a la humanidad que sin él no puede sobrevivir ni prosperar.
El estado ha sabido
alimentar la ilusión definida por Bastiat. Nos resulta difícil saber si cada
uno de nosotros es un consumidor o un contribuyente neto de bienes públicos.
Casi todos, de uno u otro modo recibimos un cheque del estado cada mes.
Para los que han
hecho las cuentas y notan que cada vez hay menos contribuyentes netos pues las
cargas fiscales son cada vez mayores y se animan a protestar contra este estado
de cosas el estado dispone de herramientas comunicacionales para criminalizar
la desigualdad o la defensa del patrimonio privado. Por eso, ya no se combate
al capitalismo por su tendencia a generar pobreza -falacia derrotada hace bastante
tiempo- sino por su tendencia a producir desigualdad, idea que Thomas Piketty
ha explotado para enriquecerse desigualmente. Como los buenos luchadores de
judo, el estado ha transformado su debilidad en fortaleza, justificando la
persecución a quienes se atreven a ser exitosos sin su ayuda. Un rico en
occidente tiene una imagen pública peor que la de un ladrón. Los países que no
castigan la riqueza con impuestos reciben el mote de paraísos fiscales y son
acusados de refugiar delincuentes.
Me queda para una próxima investigación la tarea de comprender la
función social de la envidia, sin la cual no puedo comprender cómo toleramos
los argumentos en favor del crecimiento del estado pese a sus malos resultados.
Son los malos
resultados que muestran los estados respecto de su promesa de repartir
bienestar para todos los que han despertado en muchos en occidente (porque en
Oriente todavía no están consolidados los estados-nación) la idea de secesión.
No es fácil
sostener estados cuya carga fiscal supera el 50% del PIB y desean permanecer
dentro de un orden institucional. Algunos estados se inclinan hacia el
totalitarismo para defender sus privilegios, no ya con la razón sino con la
violencia.
Cómo se hace para
defender la idea de que el estado nos provee de seguridad y defensa cuando se
multiplican los actos terroristas? O que nos provee de educación pública cuando
los jóvenes no aprenden lo suficiente para conseguir empleo? O cuando los
hospitales públicos dan servicios vergonzosos? O que ya los fondos de pensiones
no nos pueden asegurar una vejez sin pobreza?
La gran capacidad
para recaudar impuestos y regular la vida de las personas no se traduce en los
beneficios esperados para ellas.
En este contexto
aparecen las ideas de secesión. En la mayoría de los casos no se trata de
propuestas que devuelvan libertades y responsabilidades a las personas y
retraigan el peso del estado sino aquellas que apelan a lo tribal, a los
nacionalismos más retrógrados que sólo buscan como solución reemplazar una
burocracia por otra, como si se tratara sólo de un problema de eficiencia.
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