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domingo, 5 de noviembre de 2017

Secesiones II. La política.



Hubo un momento situado entre los siglos XVI o XVII en que surgieron los estados-nación y se fueron formando los países como los conocemos hoy, con sus fronteras políticas bien delimitadas en la mayoría de los casos. Ya no quedan en el mundo tierras por colonizar. El que no esté conforme con su vida en un país no encontrará sitio, por inhóspito que sea, que no pertenezca a algún país y deba someterse al orden político establecido. Algunos están pensando en colonizar otros planetas, otros el mar, pero todavía ni siquiera son una línea de vanguardia.
Desde aquellos siglos de su formación, los estados, conducidos por monarcas o por gobiernos elegidos por diversas formas de democracia han ido creciendo en influencia en la vida de las personas. Tal vez, el paroxismo del poder estatal se vio reflejado en el siglo XX con las dos peores guerras sufridas por la humanidad. Dos guerras entre estados.
Lejos de lo que podríamos suponer luego de tan terribles eventos, el estado en lugar de retraer su participación en la vida de la comunidad la ha ido ampliando cada vez más. La no muy precisa medición del PBI de cada país nos da una pauta de esa participación. En la actualidad, el gasto estatal oscila entre el 40% y el 60% del gasto de los países de la OCDE, una cifra que hasta el monarca más despótico de hace no más de dos siglos hubiese envidiado.
Como todos sabemos, el estado no produce nada, todo lo que consume lo obtiene de los impuestos que recauda (las alternativas de la emisión de moneda y de endeudamiento son impuestos diferidos), de modo que lo que gasta es en mérito de haber sido extraído al resto de la sociedad.
Los estados que habían llevado a sus sociedades a guerras que destruyeron casi toda la prosperidad producida por sus sociedades lograron convencer a la población de que eran ellos mismos quienes iban a devolverle el bienestar soñado y antes disfrutado. No importa quién pagaría por ello, todos creyeron en las promesas de sus gobiernos de que les sería devuelto y multiplicado lo perdido. De oriente a occidente se consolidó el intervencionismo estatal, con una constante, cuanto más intervención más pobreza y sometimiento. Sólo las sociedades muy productivas pudieron soportar el peso de sus estados. El estancamiento que evidencian en los últimos años denota que ya tampoco pueden hacerlo.
Como sea, gran parte de la humanidad hoy cree que la producción de bienes como la vivienda, la salud, la educación y la protección de los ancianos es tarea del estado. Otra buena parte también justifica la presencia del estado en el comercio, en la construcción de infraestructura, en la producción de energía, alimentos y muchas cosas más.
Desde su origen como protector de las libertades individuales, como podía esperarse de quien se arrogara el monopolio de la coerción, el estado ha evolucionado primero hacia su función como productor y, desde lo que podemos ubicar en una línea de tiempo a partir de la Segunda Guerra Mundial, como distribuidor de la riqueza producida por los individuos, para lo cual no sólo recauda impuestos que gasta en los que mal llama bienes públicos, pues no lo son, sino que mediante sus políticas de reparto de privilegios premia o castiga a la sociedad de acuerdo a criterios políticos, tecnocráticos o simplemente arbitrarios. (Ver http://institutoacton.org/2015/12/28/las-tres-etapas-del-avance-del-estado-gabriel-zanotti/)
Merced a la acumulación de funciones los estados son cada vez más grandes. Qué significa que son más grandes? En primer lugar, que deben recaudar cada vez más impuestos para sostener sus actividades. En segundo lugar, significa que es cada vez mayor su estructura burocrática -y todos sabemos lo difícil que es desprenderse de un puesto de trabajo una vez que es creado, su ocupante encontrará muchas razones para justificar la importancia de su actividad- que se lleva una gran parte de los recursos que debieran destinarse a los mentados bienes públicos.
Se ha hecho célebre la sentencia de Frederic Bastiat de que "el estado es la ilusión que todos tenemos de vivir del esfuerzo de los demás". En una entrada anterior -https://elpeldanio.blogspot.com.ar/2017/10/secesiones.html- hemos explorado la idea de que nuestros instintos tribales que favorecen la integración grupal como medio de asegurar la supervivencia de la especie. En el plano racional cabe preguntarnos cuál es el límite de tolerancia del crecimiento del estado? Hasta dónde una sociedad tolera que la burocracia estatal extraiga el producto de su trabajo? Hasta dónde tolera que le sea prescripto qué cosas aprender o qué productos consumir? Cómo justifica que en nombre de ayudar a los desfavorecidos el estado gaste en cosas como subsidiar a la producción de películas u organización de eventos artísticos, o que se condicione la libertad de expresión mediante el subsidio a medios de comunicación o se acepte que los funcionarios deban trasladarse en aviones privados, helicópteros o autos con chofer?
Al Pacino, en una gran interpretación del mismo Diablo, dice en la película El Abogado del Diablo que "el gran truco del Diablo es hacerle creer a la humanidad que no existe". Modestamente, yo diría que el gran truco del estado es hacerle creer a la humanidad que sin él no puede sobrevivir ni prosperar.
El estado ha sabido alimentar la ilusión definida por Bastiat. Nos resulta difícil saber si cada uno de nosotros es un consumidor o un contribuyente neto de bienes públicos. Casi todos, de uno u otro modo recibimos un cheque del estado cada mes.
Para los que han hecho las cuentas y notan que cada vez hay menos contribuyentes netos pues las cargas fiscales son cada vez mayores y se animan a protestar contra este estado de cosas el estado dispone de herramientas comunicacionales para criminalizar la desigualdad o la defensa del patrimonio privado. Por eso, ya no se combate al capitalismo por su tendencia a generar pobreza -falacia derrotada hace bastante tiempo- sino por su tendencia a producir desigualdad, idea que Thomas Piketty ha explotado para enriquecerse desigualmente. Como los buenos luchadores de judo, el estado ha transformado su debilidad en fortaleza, justificando la persecución a quienes se atreven a ser exitosos sin su ayuda. Un rico en occidente tiene una imagen pública peor que la de un ladrón. Los países que no castigan la riqueza con impuestos reciben el mote de paraísos fiscales y son acusados de refugiar delincuentes.
Me queda para una próxima investigación la tarea de comprender la función social de la envidia, sin la cual no puedo comprender cómo toleramos los argumentos en favor del crecimiento del estado pese a sus malos resultados.
Son los malos resultados que muestran los estados respecto de su promesa de repartir bienestar para todos los que han despertado en muchos en occidente (porque en Oriente todavía no están consolidados los estados-nación) la idea de secesión.
No es fácil sostener estados cuya carga fiscal supera el 50% del PIB y desean permanecer dentro de un orden institucional. Algunos estados se inclinan hacia el totalitarismo para defender sus privilegios, no ya con la razón sino con la violencia.
Cómo se hace para defender la idea de que el estado nos provee de seguridad y defensa cuando se multiplican los actos terroristas? O que nos provee de educación pública cuando los jóvenes no aprenden lo suficiente para conseguir empleo? O cuando los hospitales públicos dan servicios vergonzosos? O que ya los fondos de pensiones no nos pueden asegurar una vejez sin pobreza?
La gran capacidad para recaudar impuestos y regular la vida de las personas no se traduce en los beneficios esperados para ellas.
En este contexto aparecen las ideas de secesión. En la mayoría de los casos no se trata de propuestas que devuelvan libertades y responsabilidades a las personas y retraigan el peso del estado sino aquellas que apelan a lo tribal, a los nacionalismos más retrógrados que sólo buscan como solución reemplazar una burocracia por otra, como si se tratara sólo de un problema de eficiencia.


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