“Acostumbrado
a la fábula, nuestro pueblo no quiere cambiarla por la historia. Toma la verdad
como insulto...”
Juan Bautista Alberdi.
En la historia de la humanidad muchos pueblos han desaparecido. Unos muy conocidos por nosotros -la civilización helénica- y otros ignotos. ¿Cuáles son las fuerzas que llevan a unir o a separar a las comunidades?
Juan Bautista Alberdi.
En la historia de la humanidad muchos pueblos han desaparecido. Unos muy conocidos por nosotros -la civilización helénica- y otros ignotos. ¿Cuáles son las fuerzas que llevan a unir o a separar a las comunidades?
En su columna
habitual de los sábados, el punzante analista Dardo Gasparré -yo creo que el
Universo, a veces, le dicta a nuestros padres el nombre que debemos llevar-
hizo un brillante análisis regresivo de nuestros problemas económicos, que
podría resumirse así:
La crisis
cambiaria es hija de la inflación que, a su vez, es hija del gasto público
excesivo, que es hijo del desorden económico, que es hijo del populismo, al que
caracteriza muy bien. https://www.infobae.com/opinion/2018/05/19/el-pais-otra-vez-ante-su-eterno-dilema-seriedad-o-gasto/
El populismo es
un hijo bastardo, ningún padre parece querer hacerse cargo de él. Unos dicen
que el padre fue Perón, otros que fue Yrigoyen y otros lo buscan entre los
primeros conquistadores españoles. Como sea, los argentinos llevamos el
populismo en nuestros genes, así que cuando nos gobiernan dictaduras son
dictaduras populistas y cuando nos gobiernan democracias son democracias
populistas.
Pues bien,
aunque no sepamos con certeza quién ha sido el padre de la criatura podemos
imaginar su carácter.
En todas las
comunidades humanas, entiéndase por tales aquellas que comparten un mismo
territorio y un tiempo en la historia, dos fuerzas comandan el comportamiento
de los hombres respecto de sus intercambios: la cooperación y la competencia.
La familia es la
forma más simple de la cooperación, dos humanos cooperan entre sí para
conseguir un objetivo común -alimentarse, protegerse, reproducirse-.
La competencia
es la acción inversa a la cooperación, esos mismos dos humanos compiten por el
mismo recurso.
La cooperación es
una acción maravillosa, permite a los grupos humanos convivir en armonía y
desarrollar plenamente las capacidades de cada uno. La base de la cooperación
es la confianza mutua, que crece y madura en cada intercambio. La competencia,
por el contrario, despierta la desconfianza pero, aunque parezca paradójico,
también impulsa el desarrollo de habilidades.
Desde que fuimos
expulsados del Jardín del Edén, donde todo era abundante para todos, nuestra
existencia está determinada por luchar contra la escasez. El modo bíblico de
decir esto es el "ganarás el pan con el sudor de tu frente", es
decir, trabajando. La adecuada combinación entre cooperación y competencia
permite alcanzar a los hombres la satisfacción de cada vez más sofisticados
deseos.
Esta
"adecuada combinación" es lo que hoy llamamos orden social, y está
basado en el respeto a determinadas reglas que deben ser estrictamente
respetadas por todos los involucrados. Sin un sistema rígido de reglas básicas
la cooperación es muy escasa, y se limita a grupos cada vez más reducidos, y la
competencia se torna en una lucha destructiva hasta la abolición del oponente.
Los pueblos que
han triunfado en la ardua empresa de encontrar esas reglas de convivencia son
los que han sobrevivido; los que no, han sucumbido y hoy pertenecen al olvido.
Una nación es
una comunidad de individuos que respetan las reglas básicas de convivencia que
regulan sus intercambios. Eso es lo único que se necesita para alcanzar el bien
común. No es necesario nada que se le parezca a determinar un destino ni
alcanzar ningún objetivo común a todos. Cuando eso se ha intentado, la
cooperación se ha travestido de dominación.
Los países son
hijos de las relaciones de dominación. Por eso patria y patriarcado tienen la
misma raíz. Unos aceptan designios de otros a cambio de protección.
La civilización
es la consecuencia del respeto a las reglas de convivencia. Sobran ejemplos de
ello: el lenguaje, internet, el comercio internacional muestran como el orden
alcanzado no requiere de gobierno alguno que determine un resultado ni una hoja
de ruta. Este orden es tan poderoso que es capaz hasta de tolerar que algunos
lo transgredan.
La civilización
occidental ha crecido y prosperado de forma inédita a partir del siglo XVIII,
dando lugar a un impresionante crecimiento de población humana al mismo tiempo
que a la mejora de su calidad de vida. Hoy una persona considerada pobre vive
más tiempo y mejor que un rey del siglo XV.
Por supuesto que
aún existen depredadores de sus comunidades, pero no son la regla general ni
han logrado detener la fuerza de la civilización.
La Argentina es
un país favorecido por la ola civilizatoria sin que su sociedad haya
contribuido en casi nada. Somos herederos inmerecidos del bienestar creado por
otros.
Desde los albores
del Virreinato del Río de la Plata la nuestra fue una sociedad de depredadores.
La competencia por los privilegios otorgados por los gobiernos ha sido la regla
de nuestra convivencia.
Sólo el glorioso
paréntesis de paz conseguido por la Generación del 80, que puso fin a los
interminables conflictos de estas pampas, nos dio la posibilidad de parecernos
a las naciones más avanzadas.
El ocaso de las
ideas de libertad y respeto a las reglas se produjo más por la fuerza de la
tradición que por la impericia de quienes intentaron domar las pasiones
destructivas de sus coterráneos.
Esta historia es
un ejemplo más de lo dificultoso que resulta trasplantar ideas de una sociedad
a otra. Deslumbrados por la civilización que habían conseguido construir los
Estados Unidos de América (por aquella época sólo una parte en la costa este de
lo que es hoy ese país) intentaron ordenar el caos del país “importando” su
constitución. Un orden impuesto de arriba hacia abajo, sólo posible en una
sociedad mayoritariamente formada por inmigrantes recién llegados.
Pero poco
tardamos en adaptar esa constitución a nuestras costumbres. Evadimos los
deberes que prescribe y transformamos los derechos en privilegios. Casi ningún
artículo de la Constitución Nacional se ha salvado de ser transgredido por las
innumerables leyes que la reglamentan.
Las cosas no han
sido diferentes en gobiernos de facto o en gobiernos elegidos democráticamente.
Siempre los sistemas electorales han sido amañados para favorecer a una
oligarquía depredadora. Por eso jamás hemos siquiera comenzado a discutir el
fraude que es nuestro sistema electoral.
La inmoral deuda
pública que empeña no sólo a los argentinos vivos sino a los que aún no han
nacido es sólo la consecuencia más mediata de la nación que no hemos podido
construir, una comunidad basada en el respeto mutuo y en la aceptación de unas
pocas reglas básicas de justicia.
No hay bandera,
ni himno, ni autoridad política que
pueda aglutinar a una banda de depredadores.
Pero esto no
tiene nada de novedoso, podemos terminar formando parte de la extensa lista de
pueblos condenados al olvido.
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