Para los argentinos parece ser un
oxímoron, un concepto cuyos términos se contradicen.
Para seguir adelante hace falta
la aclaración de lo que significa, al menos para mí, vivir en democracia.
Los sistemas democráticos se
caracterizan por estar sustentados sobre la base de un amplio consenso de la
población en torno de algunas reglas básicas: gobiernos electos en forma
popular en elecciones libres, amplia libertad de expresión, protección de los
derechos individuales de las personas, protección de la propiedad y libertad de asociación. Hay muchas
expresiones y matices dentro de lo que se puede incluir en el campo de las
sociedades democráticas hasta llegar a su opuesto, los sistemas autocráticos de
gobierno, con características también matizadas pues muy pocos gobiernos se
jactan de ser autocráticos, al menos en occidente. En las autocracias el poder
está sustentado en una pequeña coalición, las libertades están muy condicionadas,
está extremadamente limitado el derecho
de propiedad como la posibilidad de reemplazar al gobierno por medio de
elecciones libres.
Decida usted en qué lugar de esta
escala le parece que está ubicada la Argentina.
Mi opinión es los argentinos
disentimos profundamente respecto de esto.
Tenemos gobiernos elegidos en
elecciones abiertas, sin proscripciones, en forma consecutiva desde hace
treinta y cuatro años, donde se han alternado en el poder distintos grupos
políticos. Sólo en pocas ocasiones se dan actos de violencia en épocas
electorales y el clima en general es pacífico. Sin embargo, la Argentina tiene
un sistema de representación amañado, las trampas para trastocar la voluntad de
los votantes son pletóricas de creatividad, los electores no conocen más que a
los candidatos que encabezan las listas, los partidos políticos han
monopolizado la representación política dificultando excesivamente la aparición
de nuevos grupos y el estado ha desplegado un riguroso sistema clientelar para
asegurarse el voto de las masas. Bajo este régimen, sólo grandes crisis han permitido
el arribo al poder de agrupaciones opositoras. Por esta razón es común el
fomento de los conflictos de parte de los opositores pues ven en las crisis la
vía más sencilla para conquistar el poder.
En la Argentina los derechos de
propiedad están severamente lesionados. Tras una fachada de legalidad se
ocultan múltiples modalidades para burlar este derecho fundamental, desde leyes
demagógicas hasta impuestos expropiatorios, pasando por una dudosa división
republicana de poderes que hacen que nadie pueda dar por seguros los bienes que
posee, incluida su libertad. La enorme porción de economía "negra"
que se mueve en la Argentina sirve tanto de salvoconducto ante las
arbitrariedades del poder o como única posibilidad de supervivencia de ciertas
actividades como de medio de enriquecimiento ilícito de los políticos y
criminales varios, haciéndose difícil distinguir entre honrados y delincuentes.
No debería extrañar a nadie,
entonces, que todo en Argentina se caracterice por lo provisorio, "lo
atado con alambre" nos define magistralmente. Cualquier ley es provisoria,
cualquier posición es provisoria.
Los argentinos actuamos en
consecuencia con este principio de provisoriedad, hacemos metrobuses en vez de
subterráneos, regalamos subsidios en lugar de educar, pedimos prestado en
lugar de ahorrar.
El populismo es la expresión
política de lo provisorio, por eso reparte beneficios a diestra y siniestra,
aún a sabiendas de que son insostenibles. La arbitrariedad es su principal
herramienta pues los derechos son simples privilegios que se pueden perder en
cualquier momento.
La noción de orden, como puede
suponerse, es inoperante ante la provisoriedad. El orden no tolera que algo
pueda estar bien y apenas un instante después estar mal. Tal vez la
provisoriedad sea más letal para cualquier noción de orden que su opuesto, el
caos. En efecto, el caos es efímero. El ser humano no tolera el caos como no
tolera la incertidumbre. Un orden provisorio es sólo un maquillaje, una
ilusión, una mera apariencia. En ese contexto, cualquier norma siempre camina
por la cornisa.
El orden, como la Justicia, como
la autoridad, requieren de estabilidad. Una sucesión de órdenes provisorios no
configura una situación de orden.
Cada nuevo gobierno intenta
establecer su noción de orden, creyendo que por haber ganado elecciones tiene
autoridad para hacerlo. Todos, por otra parte, tenemos la esperanza de que esta
vez el cambio sea permanente. Claro, hasta que algo nos disgusta.
Pero el orden no es la causa sino
la consecuencia del imperio de la Ley -del Rule of Law-, que no puede ser
impuesta por ningún gobierno sino que es fruto del progresivo descubrimiento
que las sociedades hacen de conductas que favorecen la convivencia pacífica.
Sin esta base, intentar construir
un sistema de legalidad equivale a construir un rascacielos con los cimientos
en el barro.
El populismo de la provisoriedad
ha naturalizado la extorsión y criminalizado el orden, por eso pequeños grupos
organizados medran a costa de la población desorganizada.
Un pequeño grupo de mapuches
puede enfrentar a la gendarmería . Una horda de extorsionadores profesionales
puede jugar un picado de futbol en el centro de la capital del país e impedir
el trabajo de quienes les dan de comer sin que nadie se atreva siquiera a
distraerlos de su momento de jolgorio. Un puñado de
"prebensarios" puede tener un régimen especial de impuestos para su
negocio. Un sindicato puede paralizar al país para conseguir un privilegio para
su gremio. Un funcionario de segundo rango puede disponer de las arcas
públicas casi para cualquier idea que se le ocurra, desde nombrar parientes a
distribuir merchandising.
La semana que pasó, a propósito
de la mentada reforma previsional -que
no es ninguna reforma sino apenas una corrección marginal que intenta
desacelerar el derrotero hacia el colapso de las cuentas públicas- hemos
probado todos los platos del menú:
Comenzando porque el gobierno,
antes de enviar su proyecto de reforma al parlamento, donde supuestamente se
reúnen los representantes del pueblo, lo negoció con los gobernadores
suponiendo que estos influirían en el ánimo de los legisladores -que
representan al pueblo de sus provincias y no a sus gobiernos, dicho sea de
paso- y con la corporación sindical, a sabiendas de que pueden complicarle la
vida cuando se lo propongan por cualquier motivo.
Cuando el gobierno pensaba que
había tomado todos los recaudos necesarios para que la reforma se aprobara sin
sobresaltos sucedió lo que es regla que suceda en la república de lo
provisorio.
La oposición derrotada en las
elecciones decidió robarse la pelota e impedir la sesión con diputados transformados
en fuerza de choque dentro del Congreso y con agitadores profesionales fuera de
él.
El gobierno alertado de la
situación desplegó a las fuerzas del orden para, Oh my God!, reprimir el
intento. Semejante aquelarre terminó con consecuencias desproporcionadas a la
magnitud de los hechos, apenas algunos policías heridos y unos pocos detenidos que a
la hora que escribo esto ya estarán cenando pizzas con cerveza en su hogar. Y con
los pobres contribuyentes que viven de
sus comercios en la zona con sus establecimientos destruidos.
Ningún agente de cualquier organismo de seguridad sabe qué consecuencias
tendrán sus actos. Puede ser castigado tanto por actuar como por no hacerlo y hasta puede ser premiado si actúa en connivencia con el crimen y exonerado si hace respetar la Ley. En
cambio, cualquier criminal sabe que es sencillo quedar impune si pertenece a
algún grupo organizado.
Algunos publican notas como esta http://www.perfil.com/columnistas/autoridad.phtml
o esta https://www.infobae.com/politica/2017/12/17/un-problema-serio-llamado-patricia-bullrich/, cuestionando la acción del gobierno en la refriega. ¿Acaso había manera de
actuar bien? ¿Qué estaríamos diciendo si se les hubiese permitido a los
sediciosos tomar la calle?
Resulta gracioso como algunos
creen que deben reprimirse los delitos. Les preocupa la
"desproporcionalidad" como si no fuera obvio que cualquier fuerza del
orden que cumple su deber de hacer cumplir la Ley debe contar con recursos
desproporcionados respecto de los de los delincuentes, precisamente para
minimizar los daños, porque son delincuentes pero no tontos como para dar
batallas que no tienen cómo ganar. Y esa desproporcionalidad de recursos
incluye al poder judicial, que debe actuar en forma rápida y expeditiva.
Pero el problema con la represión
de los delitos no está en las fuerzas de seguridad sino en que sin Ley no se
sabe lo que es delito. Pese a contar con el monopolio de la fuerza el estado
argentino ha perdido la autoridad moral para imponer el orden. El relativismo
moral impuesto en décadas de populismo ha eliminado de cuajo el principio
fundamental de igualdad ante la ley.
Por eso, en los países donde la
diferencia es clara, el orden es claro y todos saben lo que se puede y lo que
no se puede hacer.
La Argentina, a mi modesto
entender, está muy lejos de eso.