Las decisiones son el intento de encauzar
nuestra vida de un modo consciente, para no depender solo del azar o del
impulso de nuestras emociones.
Decidir es difícil.
La vida es muy corta y no podemos tomar más que un puñado de decisiones que marcarán nuestro destino. Llegamos con algún talento, pero es principalmente el azar el que lo determina.
En qué lugar y en qué época nacemos, en el seno
de qué familia o en qué momento de la vida de nuestros padres llegamos al mundo
condicionarán nuestra existencia, y sólo podremos adaptarnos a eso.
Todos estos hechos azarosos formarán nuestras
emociones, y las emociones se transformarán en ideas sobre cómo funciona el
mundo, y las ideas moverán a nuestras acciones, y aquellas acciones que
repitamos lo suficiente se transformarán en hábitos, los hábitos forman nuestro
carácter y nuestro carácter acaba por marcar el destino.
Para tomar decisiones conscientes es necesario
dominar este proceso. El carácter determina el estilo de toma de decisiones, si
somos analíticos o impulsivos, si decidimos y actuamos en consecuencia o
procrastinamos, si somos asertivos o inseguros, y tantas otras posibilidades de
interpretar lo que nos sucede.
Las decisiones se ponen de manifiesto en lo que
hacemos, no en lo que pensamos que vamos a hacer. Interpretar las decisiones
pasadas sin un espíritu crítico es una de las formas del engaño. La tendencia a
racionalizar para justificar es irrefrenable, por eso es mejor ser juzgado por
los demás, aunque no sea fácil someterse a esa prueba.
Aún dominando el proceso, el azar influye mucho
más en nuestra vida de lo que nos gusta pensar. Ni todos los éxitos son
atribuibles a nuestros talentos ni todos los fracasos se deben a la mala
suerte. “El Diablo no caga siempre en el mismo sitio” dice un proverbio alemán.
Si culpas por tus errores a los demás o a la mala suerte es probable que te
estés equivocando más de lo que te gusta admitir.
La experiencia es el camino más seguro hacia el
éxito, pero adquirirla depende de haber fracasado lo suficiente. Aprender donde
hemos tenido éxito es muy raro. Aun así, si los fracasos no se comprenden se repetirán sin
capitalizarse como experiencia.
Para aprender a tomar decisiones hay que
tomarlas. Y tanto mejor cuanto más temprano se deba decidir en la vida, sobre
todo porque tomamos las principales decisiones siendo muy jóvenes –qué cosas
estudiar, en qué trabajar, si aceptar o no tal o cual trabajo, si formar o no
pareja, si tener o no tener hijos, si ahorrar o consumir, si tomar créditos que nos obliguen a
mantener un trabajo o a vivir en un lugar que no nos gusta-. Este pequeño
puñado de decisiones condiciona nuestro destino. El lugar al que lleguemos
depende de los caminos que hayamos elegido.
La mejor forma de amar a los niños es
permitirles decidir. Decidirán sobre problemas pequeños, muchas veces
reversibles. Aprenderán de las frustraciones. Equivocarse es el mejor camino
para adquirir seguridad. Cuando un avión se cae se refuerzan los mecanismos de
seguridad, y cada vez son más raros los accidentes aéreos.
Madurar es aprender a tolerar las
equivocaciones. El que se equivoca poco es porque “no se juega la piel”.
Decidir es enfrentar la hoja en blanco, no usar el GPS para vivir.
Se puede vivir sin tomar decisiones. Los otros
las tomarán por nosotros. Trabajar por un salario o seguir siempre a la mayoría
son formas de vivir sin decidir, formas de evitar frustraciones.
La decisión nos hace singulares, algo extremadamente difícil para seres preparados para agradar al grupo, que siempre habita en nuestra voz interior.
Decidir es dejar cosas de lado, es renunciar.
Dejar abiertas todas las opciones cierra más puertas de las que abre. El tiempo
de vida es corto, no tenemos la cantidad suficiente de iteraciones para encontrar
el mejor camino. Es más doloroso el arrepentimiento por no haber decidido que
por haberse equivocado.
Para decidir se debe fijar límites, reconocer
la propia ignorancia, definir los alcances de lo que se sabe, de lo que se cree
que se sabe, de lo que no se sabe que no se sabe, y de lo que no se sabe que se
sabe. Implica hacer juicios con la humildad de que toda decisión es incompleta,
que abre paso a una incertidumbre inerradicable.
La decisión nos enfrenta a nuestra propia contingencia,
a la vez que al temor frente a la libertad de hacernos cargo de nuestra vida.
Cuando los dioses nos dieron la razón, también
nos dieron la maldición de tener que aprender el arte de decidir.
PD: Si querés algo más https://youtu.be/G3NRdi8lWok?si=pmKFR7z0kl10wyuy
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