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jueves, 23 de mayo de 2019

Las regulaciones, la enfermedad silenciosa.


La democracia ha devenido en una carrera por la obtención de privilegios.


“Si no estás en la mesa, estás en el menú”. Willy Kohan



Aún son controversiales las teorías sobre el origen del estado. Desde el célebre trabajo de Franz Oppenheimer son muchos los autores que han trabajado sobre la hipótesis de su origen predatorio, opuesto a la teoría contractualista.


Como sea, la primera función del estado moderno es brindar seguridad a los ciudadanos – algo que también los reyes daban a sus súbditos- frente a los ataques externos y frente a ataques internos a la integridad física, con matices, cada vez más atenuados, respecto de la seguridad de la propiedad privada.


El paso de súbditos a ciudadanos libres dado en la modernidad se basa en el principio de que el individuo es propietario de su cuerpo y del fruto de su trabajo, de los que dispone libremente para su intercambio con los demás. Bajo este principio, el estado sólo debe ocuparse de lo que las familias no pueden ocuparse por sí mismas. La consecuencia del respeto del principio de propiedad es la explosión de riqueza que la humanidad y Occidente en particular experimentaron en los últimos doscientos años.


No obstante,  de a poco se ha ido imponiendo la idea de que el estado debe proveer determinados servicios como salud y educación, fundamentados en turbios principios de igualdad y de construcción de nacionalidad, principalmente. 


Por otra parte, no resulta tan sencillo desembarazarse de la estratificación de las sociedades feudales. Las incipientes sociedades liberales y capitalistas incorporan, sobre todo por la vía de las regulaciones, algunos privilegios de casta del antiguo orden.


Cuando la velocidad del progreso y la movilidad social producto de la innovación son tan abrumadoras como lo fueron durante los siglos XVIII y XIX se le da poca importancia a los privilegios de unos pocos, por su escaso peso relativo en la economía. A partir del siglo XX la presión estatal se torna cada vez mayor. La utopía comunista se encarna en algunos países y otros toman varios de sus principios para justificar la intervención de los gobiernos en la vida social.


Amparados en el discurso de la defensa del bien común los gobiernos intervienen de forma cada vez más amplia y contundente, limitando la libertad y los derechos individuales. La creación sin límite de impuestos y el aumento de sus alícuotas, la intervención sobre la creación del dinero y el abandono del patrón oro son los ejemplos más claros del ataque a la propiedad. Pero esto no puede hacerse sin el respaldo de los sectores más poderosos, pues son estos agentes los que, o bien se transforman en gobernantes, o bien los que brindan el apoyo económico necesario para encaramar a sus representantes en posiciones de gobierno, o bien influyen para obtener beneficios particulares de las regulaciones.


Este proceso transforma la vida social no en una lucha de clases, como sostienen los marxistas, sino en una lucha de castas, como apunta Mises: la de los que viven de su trabajo y las de los que lo parasitan –desde supuestos empresarios que no son capaces de sobrevivir en un ambiente competitivo hasta empleados públicos que pasan su vida laboral sin alcanzar a saber para qué sirve la tarea que realizan-.


Los políticos, para mantener sus ventajas y las de  quienes los sostienen desarrollan la astucia para favorecerse del mecanismo de diluir los costos entre muchos y concentrar los beneficios en unos pocos, enredando en tal maraña a casi toda la sociedad, de modo de que para cada uno sea difícil calcular si entrega más de lo que recibe o viceversa.


La democracia ha devenido en una carrera por la obtención de privilegios. La sociedad prefiere la seguridad de un mendrugo obtenido a costa del esfuerzo ajeno antes que lanzarse a la aventura de conquistar su propio futuro. Pura racionalidad, el costo de rebelarse es infinitamente mayor al de adaptarse al entorno.


Los burdos casos de corrupción por más vergonzantes que sean no constituyen el mal mayor, pues se encuentran al margen de la ley y son eventualmente penados, aunque más no sea, por la condena social. El verdadero daño lo producen las regulaciones, pues se convierten en la garantía de los privilegios. Una vez que un privilegio se convierte en ley, es imposible su derogación.


La creación espuria de dinero y la consecuente inflación, el endeudamiento, la ampliación de los impuestos y sus exenciones, la manipulación de las tasas de interés, la protección de grupos especiales, la legislación laboral, el sistema previsional y las más variadas regulaciones a las que se suma la burocracia que se crea para sostener todo este andamiaje le dan un barniz de legalidad a lo que simplemente es la transformación del ingreso privado productivo en ingreso privado rentístico.


Los pocos economistas que denuncian el nivel insostenible del gasto público son desafiados por los políticos a presentar ideas de cómo reducirlo sin causar el más mínimo malhumor social que haga peligrar su posición.


Tómese el trabajo de revisar todas las normas que existen para la actividad que realiza y notará que inevitablemente benefician a un grupo en particular, como una inmensa muralla infranqueable para quien se atreva a desafiarla, tanto para salir como para entrar.


Quien tenga la idea de crear una empresa pronto sucumbirá ante la presión impositiva que ejercerán sobre su negocio el gobierno municipal, provincial y nacional, los sindicatos y las regulaciones con las que todos ellos se entretienen modificando permanentemente; convirtiendo al audaz en un esclavo de todos ellos.


El resultado de este proceso es una sociedad en decadencia, enemistada por intentar terminar con el privilegio ajeno sin renunciar al propio y condenada a no salir de tal atolladero.



Dijo el historiador Tito Livio,  a propósito de la caída del Imperio Romano: “no podemos soportar ni los vicios, ni sus remedios.”

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