La democracia ha
devenido en una carrera por la obtención de privilegios.
“Si no estás en la mesa, estás en el menú”. Willy Kohan
Aún son controversiales las
teorías sobre el origen del estado. Desde el célebre trabajo de Franz
Oppenheimer son muchos los autores que han trabajado sobre la hipótesis de su
origen predatorio, opuesto a la teoría contractualista.
Como sea, la primera función del
estado moderno es brindar seguridad a los ciudadanos – algo que también los
reyes daban a sus súbditos- frente a los ataques externos y frente a ataques
internos a la integridad física, con matices, cada vez más atenuados, respecto
de la seguridad de la propiedad privada.
El paso de súbditos a ciudadanos
libres dado en la modernidad se basa en el principio de que el individuo es
propietario de su cuerpo y del fruto de su trabajo, de los que dispone
libremente para su intercambio con los demás. Bajo este principio, el estado
sólo debe ocuparse de lo que las familias no pueden ocuparse por sí mismas. La
consecuencia del respeto del principio de propiedad es la explosión de riqueza
que la humanidad y Occidente en particular experimentaron en los últimos
doscientos años.
No obstante, de a poco se ha ido imponiendo la idea de que
el estado debe proveer determinados servicios como salud y educación,
fundamentados en turbios principios de igualdad y de construcción de
nacionalidad, principalmente.
Por otra parte, no resulta tan
sencillo desembarazarse de la estratificación de las sociedades feudales. Las
incipientes sociedades liberales y capitalistas incorporan, sobre todo por la
vía de las regulaciones, algunos privilegios de casta del antiguo orden.
Cuando la velocidad del progreso
y la movilidad social producto de la innovación son tan abrumadoras como lo fueron
durante los siglos XVIII y XIX se le da poca importancia a los privilegios de
unos pocos, por su escaso peso relativo en la economía. A partir del siglo XX
la presión estatal se torna cada vez mayor. La utopía comunista se encarna en
algunos países y otros toman varios de sus principios para justificar la
intervención de los gobiernos en la vida social.
Amparados en el discurso de la
defensa del bien común los gobiernos intervienen de forma cada vez más amplia y
contundente, limitando la libertad y los derechos individuales. La creación sin
límite de impuestos y el aumento de sus alícuotas, la intervención sobre la creación del
dinero y el abandono del patrón oro son los ejemplos más claros del ataque a la
propiedad. Pero esto no puede hacerse sin el respaldo de los sectores más
poderosos, pues son estos agentes los que, o bien se transforman en
gobernantes, o bien los que brindan el apoyo económico necesario para encaramar
a sus representantes en posiciones de gobierno, o bien influyen para obtener
beneficios particulares de las regulaciones.
Este proceso transforma la vida
social no en una lucha de clases, como sostienen los marxistas, sino en una
lucha de castas, como apunta Mises: la de los que viven de su trabajo y las de
los que lo parasitan –desde supuestos empresarios que no son capaces de
sobrevivir en un ambiente competitivo hasta empleados públicos que pasan su
vida laboral sin alcanzar a saber para qué sirve la tarea que realizan-.
Los políticos, para mantener sus
ventajas y las de quienes los sostienen
desarrollan la astucia para favorecerse del mecanismo de diluir los costos
entre muchos y concentrar los beneficios en unos pocos, enredando en tal maraña
a casi toda la sociedad, de modo de que para cada uno sea difícil calcular si entrega
más de lo que recibe o viceversa.
La democracia ha devenido en una
carrera por la obtención de privilegios. La sociedad prefiere la seguridad de
un mendrugo obtenido a costa del esfuerzo ajeno antes que lanzarse a la
aventura de conquistar su propio futuro. Pura racionalidad, el costo de
rebelarse es infinitamente mayor al de adaptarse al entorno.
Los burdos casos de corrupción por
más vergonzantes que sean no constituyen el mal mayor, pues se encuentran al
margen de la ley y son eventualmente penados, aunque más no sea, por la condena
social. El verdadero daño lo producen las regulaciones, pues se convierten en
la garantía de los privilegios. Una vez que un privilegio se convierte en ley,
es imposible su derogación.
La creación espuria de dinero y
la consecuente inflación, el endeudamiento, la ampliación de los impuestos y
sus exenciones, la manipulación de las tasas de interés, la protección de
grupos especiales, la legislación laboral, el sistema previsional y las más
variadas regulaciones a las que se suma la burocracia que se crea para sostener
todo este andamiaje le dan un barniz de legalidad a lo que simplemente es la transformación
del ingreso privado productivo en ingreso privado rentístico.
Los pocos economistas que
denuncian el nivel insostenible del gasto público son desafiados por los
políticos a presentar ideas de cómo reducirlo sin causar el más mínimo malhumor
social que haga peligrar su posición.
Tómese el trabajo de revisar
todas las normas que existen para la actividad que realiza y notará que
inevitablemente benefician a un grupo en particular, como una inmensa muralla
infranqueable para quien se atreva a desafiarla, tanto para salir como para
entrar.
Quien tenga la idea de crear una
empresa pronto sucumbirá ante la presión impositiva que ejercerán sobre su
negocio el gobierno municipal, provincial y nacional, los sindicatos y las
regulaciones con las que todos ellos se entretienen modificando
permanentemente; convirtiendo al audaz en un esclavo de todos ellos.
El resultado de este proceso es
una sociedad en decadencia, enemistada por intentar terminar con el privilegio
ajeno sin renunciar al propio y condenada a no salir de tal atolladero.
Dijo el historiador Tito Livio, a propósito de la caída del Imperio Romano: “no
podemos soportar ni los vicios, ni sus remedios.”
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