Resulta llamativo que, en épocas
como las que vivimos, en las que la ciencia ocupa el lugar de ser la primera y
más valorada explicación de los fenómenos de la vida aún estemos utilizando el
término loco para referirnos a personas que tienen conductas desviadas de algún
patrón.
A menos que no utilicemos “loco”
como una categoría clínica y, por ejemplo, clasifiquemos como loca cualquier
idea que desafíe el statu quo o el sentido común predominante.
En la fundación de Roma, Rómulo
pone los límites de la recién creada ciudad y afirma que quien los cruce será enemigo de
la ciudad. Remo, que estaba en desacuerdo todavía con la elección del lugar,
traspasa los límites del Palatino. Rómulo,
cumpliendo su palabra, mata a su hermano y se erige como primer rey de Roma.
Tales límites son establecidos
mediante surcos (lyra), de allí deriva delirio: quien cruza la lira, el
delirante. (https://cvc.cervantes.es/el_rinconete/anteriores/diciembre_01/26122001_01.htm)
El loco, el delirante, no es un
enfermo que sufre su locura. El loco es el sujeto político que cuestiona el sentido
común, el discurso vigente, lo que se permite o no se permite pensar.
Quien plantee disidencias con el
gobierno ya no es un adversario político, ni siquiera un enemigo, con quien nos
enfrentamos por tener los mismos intereses, sino un loco, un desquiciado, un
delirante, a quien hay que eliminar o neutralizar porque pone en riesgo el modo
que tenemos de entender el mundo. Ni siquiera se trata de cuestionar la verdad, sino de a quién se le permite expresar una opinión.
La lucha por el sentido común
trasciende, inclusive, a la lucha por la interpretación de los hechos. Aunque
estemos cada vez peor e insistamos en buscar resultados diferentes haciendo
siempre lo mismo.
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