Abran sus ojos. La Social Democracia está colapsando. Por
Jeffrrey Tucker.
https://fee.org/articles/open-your-eyes-social-democracy-is-collapsing/
Un signo de estos tiempos
extraños: 1984, la obra de George
Orwell se ha convertido nuevamente en best seller. Es un texto que se distingue
por su oscura visión del estado, junto con un auténtica desesperación por qué
hacer con él.
Extrañamente, esta
visión es actualmente sostenida por la derecha, por la izquierda y aún por las
personas que no se identifican con ninguna de estas tendencias. El completo
fiasco que ocurre en D.C. parece insoluble, y parece inevitable que suceda lo
mismo que ha sucedido bajo los gobiernos que precedieron a Trump: la convicción
de que el nuevo habitante de la Casa Blanca no podrá resolver el problema.
Ha llegado la
necesaria crisis de la social democracia que, en verdad, ha venido siendo construida
por décadas con el crecimiento de los partidos extremistas en Europa, y que
muestra los primeros signos de enfrentamiento que incluye casos de violencia
política en Estados Unidos, una realidad que ya forma parte de nuestra
cotidianeidad. Los nuevos tiempos piden a gritos un cambio en la vida pública y
una completa revisión de la relación entre los individuos y el estado y sus
instituciones.
Los orígenes del problema
La social
democracia que tenemos es la que todos aman odiar.
En una charla con
alumnos universitarios les pregunté: ¿quién de ustedes conoce el término social
democracia? Tristemente, apenas algo más de dos manos se levantaron entre más
de cien. La respuesta breve es que la social democracia es lo que hoy tenemos y
lo que todos amamos odiar. No es constitucionalismo, no es liberalismo, no es
pleno socialismo ni tampoco conservadurismo. Es el ilimitado gobierno de las
autoproclamadas elites que piensan que conocen mejor que el resto de nosotros
como manejar nuestras vidas.
Para ponerlo en
contexto, al final de la Segunda Guerra Mundial las elites intelectuales y
políticas de los Estados Unidos se unieron tras la idea de que las ideologías
habían muerto. Este punto de vista se resume en un clásico de 1960: The End of Ideology, de Daniel Bell, quien se autodescribe como “socialista
en economía, liberal en política y culturalmente conservador”, quien sostiene
que las miradas seculares sobre la política han llegado a su fin y que serían
todas reemplazadas por gobiernos de expertos que todos amaríamos para siempre.
Para dejarlo claro,
el fin último del fin-de-las-ideologías es la libertad en sí misma. El
auténtico liberalismo (el que no debería ser clasificado como una ideología) no
requiere de un acuerdo universal sobre algún sistema de administración pública,
sino que tolera amplias diferencias de opinión en aspectos como la religión, la
cultura, las normas de comportamiento, las tradiciones y la ética personal, y
permite todas las formas de expresión, asociación y movimiento de las personas.
El comercio, la producción y el intercambio para mejorar la calidad de vida son
la sangre que recorre sus venas. Sólo exige que la gente –incluido el estado-
no viole los derechos humanos básicos.
Ellos construirían un Estado de Bienestar “de la cuna a
la tumba”.
Esta no es la idea
del fin de la ideología que Bell y su generación trataron de construir. Lo que
ellos querían era lo que hoy llamaríamos el estado regente. Científicos
expertos y objetivos tendrían el poder y la autoridad para construir y
controlar proyectos estatales a gran escala. Estos proyectos afectarían a cada
área de nuestra vida. Ellos construirían un Estado de Bienestar “de la cuna a
la tumba”, un aparato regulatorio para hacer productos y servicios perfectos,
leyes laborales para crear un balance perfecto entre el capital y el trabajo,
inspiradores programas de infraestructura (autopistas!, viajes al espacio!),
macroeconomía finamente sintonizada por expertos keynesianos, un régimen de
política exterior de poder ilimitado y un banco central como prestamista de
última instancia.
Lo que Bell y su
generación propusieron no fue en realidad el fin de la ideología, fue la
construcción de una ideología llamada social democracia. No fue socialismo,
comunismo o fascismo como tales. Fue un gigantesco estado invasivo,
administrado por una elite de burócratas bendecidos por los intelectuales y
protegidos por el derecho universal al voto. Seguramente nada puede ser
opresivo si se hace dentro del marco de la democracia.
Una paz breve
Todo se ha vuelto
una quimera. Unos pocos años después de la aparición del libro, las ideologías
se cobraron su venganza, principalmente en reacción al esclerosamiento de la
vida pública, la guerra de Vietnam y la gradual disminución de la calidad de
vida de la clase media. Los movimientos estudiantiles cobraron vigor en
respuesta a los intentos violentos por suprimirlos. La tecnología favoreció la
aparición de nuevas formas de libertad inconsistentes con la estática y
opresiva estructura de la administración pública. El consenso político se dejó
de lado y la institución presidencial – supuestamente sacrosanta en el periodo
de posguerra- voló por los aires con la renuncia del presidente Richard Nixon y
el gobierno ya no recuperaría su condición moral.
Lo que parecía
sostener los amplios consensos democráticos en la post guerra devinieron en la
Guerra Fría. Seguramente hemos dejado de lado nuestras diferencias mientras
nuestro país enfrentaba la amenaza del comunismo soviético y postergamos para
más tarde el tratamiento del descontento de las masas. Inesperadamente, la
Guerra Fría concluyó en 1989, dando lugar a un nuevo intento por imponer la era
post-ideológica, o al menos preservar lo que las elites se habían esforzado por
construir.
El nuevo intento
también tuvo su libro: El Fin de la Historia de Francis Fukuyama quien escribió: “Hemos sido testigos no sólo del
final de la Guerra Fría, o del transcurso de un particular periodo histórico de
la post guerra, sino del fin de la historia en sí misma: el punto final de la
evolución ideológica de la humanidad que es la universalización de la
democracia liberal occidental como forma de gobierno.”
Fue el Bell 2.0 y
tampoco duró demasiado tiempo. En los últimos 25 años, cada una de las
instituciones de la social democracia ha sido desacreditada, por derecha y por
izquierda, la clase media comenzó a experimentar una realidad desalentadora: el
progreso en una generación ya no formaría parte del sueño americano. La última
vez que un programa de gobierno pareció funcionar fue la misión a la luna.
Después de eso el gobierno se ha convertido en una carga inmanejable. Los
movimientos más extremos del arco ideológico comenzaron a protestar en todos
los rincones del país: el Tea Party, Occupy Wall Street, Black Live Matters,
Bernie, Trump, y lo que sea que esté por venir.
El problema principal
Los intelectuales
están preocupados por el quiebre del American Way of Life, y se preguntan qué
es lo que ha salido mal. En rigor, la respuesta es más simple de lo que puede
parecer: cada una de las instituciones –que crecieron desmesuradamente con el
correr del tiempo- se hizo insostenible en uno u otro sentido. Los expertos,
después de todo, no entendieron lo que han hecho y esta visión es compartida
con toda la gente que se suponía iba a beneficiarse con su creación.
Todos los programas
cayeron en una de estas tres categorías de fallas:
1 Falta de sostenibilidad financiera. Muchas
medidas de bienestar sólo funcionan porque se apalancan a expensas del futuro.
El problema con este modelo es que el futuro ocasionalmente llega. Pensemos
acerca de la Seguridad Social. Funcionó durante un tiempo mientras pequeños
grupos de mayores se aprovechaban de los ingresos de numerosos jóvenes. En
algún momento la demografía cambia y la mayoría se encuentra en la cola de
quienes reciben y la minoría en la de los que pagan. Hoy los jóvenes se dan
cuenta de que pagarán durante toda su vida por un retorno que será insuficiente
en su vejez. Lo mismo vale para Medicare, Medicaid u otras formas de falso
aseguramiento creado por el gobierno.
El Estado de
Bienestar se ha convertido en un modo de vida en lugar de ser un auxilio temporario.
Los programas de subsidio a la compra de viviendas o a los préstamos
estudiantiles crean burbujas insostenibles, ominosas cuando explotan.
2 Fatal ineficiencia. Todas las formas de
intervención estatal presuponen un mundo congelado sin ningún cambio, y
funcionan mediante instituciones con un modo casi fijo de operatoria. Las
escuelas públicas funcionan como en los 50s, a pesar de la espectacular
aparición de nuevos sistemas de información globales que en otros ámbitos han
transformado nuestra forma de buscar y adquirir información. Las regulaciones
antimonopólicas trabajan tan lentamente que cuando el gobierno emite su opinión
apenas si importa, porque el mercado ha dejado atrás el problema en cuestión.
Puede hacerse la misma crítica a un sinnúmero de programas: leyes laborales,
regulación de las comunicaciones, aprobación de drogas y otras regulaciones
médicas, etc. Los costos no paran de crecer, y los servicios son cada vez
peores.
3 Inaceptable Moralidad. Los salvatajes de la crisis financiera de 2008 fueron
indefendibles para el promedio de la gente con simpatía por cualquier partido
político. ¿Cómo puede justificarse la utilización de todos los recursos del
gobierno federal para inyectar miles de millones de dólares principalmente a
las elites relacionadas con el gobierno, quienes fueron las que provocaron la
crisis? Se supone que el capitalismo se trata de ganancias y pérdidas y no de
privatizar las ganancias y socializar las pérdidas. La simple idea de pensarlo
nos deja atónitos, pero esto es apenas la superficie. ¿Cómo puede robarse el
40% de los ingresos de los norteamericanos mientras se inyecta dinero en
programas de una ineficiencia terminal, financieramente insostenibles o
simplemente mal planificados? ¿Cómo puede el gobierno tener la expectativa de
administrar razonablemente un amplio programa de espionaje que viola cualquier
expectativa de privacidad de los ciudadanos? También está el problema de las
guerras que duran décadas y dejan sólo destrucción y ejércitos de terroristas a
su paso.
Todo esto permanece
sin que se cree un estado de situación revolucionaria. ¿Qué cosa en realidad
puede cambiar esta social democracia en otra cosa diferente? ¿Qué cosa desplaza
a un paradigma fracasado por otro? La respuesta está en un problema aún peor
que la social democracia. Puede entenderse en este comentario de F. A. Hayek de
1939: “Un gobierno de acuerdos es sólo posible si sólo le pedimos al gobierno
que actúe en aquellas áreas en las cuales acordar es beneficioso para todos.”
No más acuerdos
Exactamente, todas las
instituciones públicas son políticamente estables –aún si son ineficientes,
ofrecen baja calidad o bordean los límites morales más básicos- si al menos
muestran ciertos niveles de homogeneidad en la opinión de la población a la que
están destinadas, es decir, suponen un mínimo consenso social. Se puede
conseguir esto en países pequeños que tengan una población homogénea, pero es
difícilmente viable en países con vastos territorios y poblaciones diversas.
La diversidad de
opiniones y el gobierno grande crean instituciones políticamente inestables
porque las mayorías tienen conflictos con las minorías en torno a las propias
funciones gubernamentales. Bajo este régimen, siempre algún grupo se siente
usado. Siempre un grupo se siente explotado por otro, y esta situación provoca
profundas y crecientes tensiones en las dos principales ideas de la
socialdemocracia: control gubernamental y amplios y disponibles servicios
públicos.
Hemos creado una
amplia maquinaria de instituciones públicas que suponen la presencia de
acuerdos que las elites pudieron haber creado en los 1950s pero que hace rato
desaparecieron. Ahora vivimos en un ambiente político dividido entre amigos y
enemigos, crecientemente definidos por clase, raza, religión, identidad de
género y lenguaje. En otros términos, si la meta de la social democracia fue
crear un estado de satisfacción general y de confianza en que las elites se
ocuparían de todo, el resultado ha sido exactamente el opuesto. Cada vez más
gente está más descontenta que nunca.
F. A. Hayek nos
advirtió en 1944: cuando el acuerdo se rompe a causa de servicios públicos
inviables, los hombres fuertes llegan al rescate. Además, como ha sido dicho,
la arrogancia de los socialdemócratas no tiene garantías para ofrecer. Trump
ganó por una razón: el viejo orden no volverá. Ahora los social demócratas
enfrentan una elección: o se deshacen de sus ideales de multiculturalismo y
preservan su adorado estado unitario o mantienen sus ideales y se deshacen de su
compromiso de gobernar con una elite de burócratas.
Algo ha de suceder.
Oscuros y peligrosos movimientos políticos están infectando todo el mundo
occidental, construidos desde extraños impulsos ideológicos que aspiran a nuevos
modos de control y comando. No importa lo que propongan, poco tendrá que ver
con el presuntuoso consenso de post guerra, y aún menos con la libertad.
El consejero
presidencial Steve Bannon es una figura oscura -digna de una obra de Orwell-
pero lo suficientemente inteligente como para ver cosas que la izquierda no
logra ver. Propone utilizar los años de Trump para "deconstruir el estado
burocrático". Nótese que no dice desmantelar, ni mucho menos abolir; él
quiere utilizar al estado para otros propósito: construir un poder ejecutivo
más poderoso y de alcance nacional.
Las instituciones
construidas por los paternalistas, urbanos y presumidos social demócratas están
siendo capturadas por intereses y valores con los que ellos tienen un profundo
desacuerdo. Deberían acostumbrarse, esto es sólo el comienzo.
Los partidarios del
viejo orden pueden librar una batalla sin remedio por la restauración, o pueden
unirse a los liberales clásicos para trabajar por la única solución real a la
crisis de nuestro tiempo: más libertad. Esta es la línea de batalla por el
futuro, no izquierda vs derecha sino libertad vs cualquier forma de control
gubernamental.
Jeffrey Tucker is Director of Content for the Foundation
for Economic Education. He is also Chief Liberty Officer and founder of Liberty.me, Distinguished Honorary Member of Mises Brazil, research fellow at the Acton Institute, policy adviser of the Heartland Institute, founder of the CryptoCurrency Conference,
member of the editorial board of the Molinari Review, an advisor to the
blockchain application builder Factom, and author of five books. He has written 150 introductions to books
and many thousands of articles appearing in the scholarly and popular press.